En el inútil intento de justificar el
comportamiento ilícito de los Estados, los politólogos se acogen a tres
teorías diferentes. En unos casos se
sustenta el principio de que, excepcionalmente, el fin justifica los medios,
ampara la razón de Estado. Y dado que el fin de la política es el bien común,
se consideraría admisible que el Estado no estuviera sujeto a los
condicionantes y limitaciones de la ética. Como la razón de Estado es interpretada
por el poder, fácilmente se colige que puede servir de coartada a los abusos, incluida
la práctica de la tortura y los crímenes de Estado.
El segundo argumento reconoce la
subordinación de la política a la moral, pero admite excepciones en casos extremos en los que sería explicable que prevaleciera la política
sobre la moral y se justificaría la vulneración de las leyes, como sería el
caso de la declaración de la suspensión de los derechos constitucionales. Al no
tipificarse los estados excepcionales, quedaría su declaración al arbitrio de
quien estuviera asistido por la fuerza: nos encontraríamos de hecho en el
primer supuesto.
A este principio se acoge la Constitución
española al determinar en su art. 116 los requisitos para la declaración de los
estados de alarma, de excepción y de sitio, sin definirlos.
Por último, otros teóricos contraponen la
ética de los principios a la ética de los resultados. Mientras la primera juzga
los hechos con arreglo a los principios, la segunda justificaría la acción u
omisión en función de las consecuencias que se supone se derivarían de actuar
en forma distinta. Este es el argumento que esgrime EE.UU. para justificar las
detenciones de Guantánamo de supuestos miembros de Al Qaeda sin juicio y
sometidos a tortura en función de la información que pudieran proporcionar por
dichos medios. El moralista, antes de decidir el camino a seguir, se pregunta a
qué norma debe atenerse. La cuestión para el político, que no defiende los
intereses particulares sino los generales, es de otro orden: “Qué resultados
acarrearía mi decisión”. Para el individuo es el principio indeclinable, su
máxima es cúmplase la justicia aunque perezca el mundo, pero el político tiene
que buscar para su pueblo el mal menor y no puede asumir la responsabilidad de
que el mundo perezca. Sus conciudadanos le habrán elegido para salvarles, no para ser aniquilados. Aquí entraría en
juego el concepto de guerra justa.
La conclusión definitiva que se extrae del
triple razonamiento es la imposibilidad de dar una explicación plausible que
ampare la autonomía de la política respecto de la ética. Por tanto, no podrán
alegar licitud los gobiernos para sus acciones basadas en la mentira, la
violencia, el incumplimiento de lo pactado o la vulneración de la ley.
No obstante, la supeditación a la política,
es un hecho cotidiano. La triste realidad sigue siendo la vigencia de las
reglas amorales dadas por el príncipe Maquiavelo, y así tenemos que, frente al
precepto “no matarás”, la historia se
nos muestra como una serie inacabable de masacres. La compleja realidad de la
vida social marca un abismo entre la
reconocida bondad de los principios
y su aplicación en la práctica.
Las disquisiciones en torno a la colisión de
ética y política no son un mero ejercicio de logomaquia sino que abordan un tema
de permanente actualidad que enfrenta la teoría con la práctica, el ideal con
la realidad.
Los casos en los que se evidencia este contraste
están a la orden del día. He aquí algunos ejemplos de la realidad contrastada.
Servicios
secretos. También llamados “servicios de inteligencia”, “servicios de
información” o simplemente “servicios de espionaje y contraespionaje”, cuyo
“modus operandi” se sirve del secreto, el sigilo, el disimulo y el engaño en la
ejecución de su cometido. Estos servicios defienden al Estado en las cloacas, según declaró
Felipe González, a la sazón presidente del Gobierno. En ellos la publicidad y
transparencia que se exige a los actos
públicos, brilla por su ausencia.
Fondos
reservados. Tienen el mismo
carácter oculto de los servicios secretos, ajenos al control parlamentario y se
destinan a retribuir a confidentes, chivatos, soplones e infiltrados en redes
delictivas sin dejar rastros contables o fiscales, de forma que los perceptores
no son identificados ni sufren detracción por IRPF o IVA
Venta
de armas. Aquí el Estado no solamente autoriza la fabricación de armas
militares para su venta a otros países
sino que su exportación se considera una operación de comercio normal
pero difícilmente justificable desde el punto de vista ético, especialmente
cuando se envían a países en guerra o que van a ser utilizadas para reprimir las protestas de sus
ciudadanos.
Testimonio de arrepentidos. De
algún tiempo a esta parte se tiende a admitir su testimonio y al mismo tiempo a
discutir la figura del “arrepentido” como un colaborador singular de la
justicia, especialmente en el contexto de la lucha contra el terrorismo y el
crimen organizado. Estamos ante delincuentes que en un momento determinado, por
distintos motivos, deciden traicionar a sus socios y se convierte en acusador,
facilitando con ello la detención y posterior juicio de la banda a la que
pertenecía. El precio que puede poner por su delación es la exoneración o la
reducción sustancial de la pena que en su caso le correspondería, exigiendo a
la Administración la garantía de su seguridad, pudiendo facilitarle una nueva
identidad. Esto supone una claudicación de la justicia que suscita el rechazo
de algunos juristas, porque además, el supuesto arrepentido puede no ser tal sino que actúe por un móvil de venganza o por librarse en la
medida de lo posible, de la expiación de sus delitos, sobre todo si el juicio
se celebra sin la presencia del inculpado que por tal razón no puede defenderse,
porque el acusador tenderá a atribuir a otros la autoría de los delitos que él
cometió.
Quienes admiten la figura del arrepentido
lo hacen en base a la eficacia de la labor represiva. Esta actitud pone en
cuestión la validez del principio de que los fines perseguidos no deben justificar los medios.
Lo contrario configuraría un ejemplo
práctico de elección entre la
ética de los principios y la ética de los resultados. Quienes defienden el
primer supuesto se atienen al respeto de la norma, quienes optan por el segundo
supuesto, se amparan en las consecuencias de sus actos.
En España, la doctrina del Tribunal Supremo
es contraria a la obtención de pruebas por medios reputados de ilícitos como el
descubrimiento de un delito por medio de escuchas telefónicas no autorizado.
Recientemente hemos asistido a un caso de discutible eticidad. Cuando el juez
Garzón tuvo fundadas sospechas de que unos abogados se habían confabulado con
sus defendidos en prisión, intervino sus comunicaciones telefónicas.
Denunciado, el Tribunal Supremo lo condenó a once años de inhabilitación, lo
que supuso el final de su carrera.
También son rechazadas las pruebas
obtenidas por la entrada en domicilio sin autorización judicial, o mediante la
provocación del delito como sería el caso de un agente que se finge comprador
de droga. El sistema de garantías que puede dejar impunes delitos probados, es
difícilmente aceptado por la opinión pública pero es la servidumbre que impone
el funcionamiento del Estado de derecho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario