Cuando nuestros ancestros arborícolas migraron de la selva a la sabana y adoptaron la posición bípeda, con ello no solo mejoraron su habilidad venatoria al liberar las dos extremidades superiores, sino que propiciaron el crecimiento del cerebro y consiguientemente la inteligencia. Con el desarrollo de la capacidad intelectiva fue posible prever las consecuencias de los actos propios y así establecer las primeras relaciones entre medios y fines.
En sucesivas etapas de la evolución natural los seres humanos fueron elaborando sucesivos códigos de conducta que se interiorizaron de tal manera en la conciencia que la aceptación de sus principios se consideraron como cualidades innatas a la vez que se clasificaban los actos en buenos si se ajustaban a las necesidades biológicas y favorecían la supervivencia de la especie y por ello recibieron la sanción moral, en tanto que eran prohibidos por ley los actos malos que incumplían dichas condiciones y perjudicaban la convivencia colectiva. La vigencia de dichas normas explica el apelativo que nos atribuimos de “Homo moralis” junto con el de “Homo sapiens”.
Los valores éticos que corresponden a las acciones buenas y malas se basan en el principio de “no hagas a los demás lo que no querrías que te hicieran a ti”.
Gracias a la proclamación de mandatos morales –de los cuales debió de ser el primero “no matarás”- la convivencia en sociedad se fue haciendo progresivamente más segura y pacífica, en definitiva, más gratificante para todos.
Aun cuando nadie discute la aplicación de los códigos éticos en las relaciones interpersonales, y el castigo regulado de los infractores, no existe unanimidad en cuanto a la traslación del comportamiento de los Estados. Las reservas en cuanto a la vigencia en el ámbito estatal remiten al problema nunca resuelto de la relación entre ética y política, abordado con criterios contrapuestos por Maquiavelo y Tomás Moro, y siglos después por Kant y Hegel, pero continuamos sin consenso respecto a que la moral privada deba extenderse a la acción política, amparada por postulados de la soberanía nacional y amparada por la “razón de Estado”.
En un intento de explicar la disparidad de criterios, los tratadistas echan mano del principio enunciado por Maquiavelo, el autor de “El Príncipe”, de que, siendo el fin de la política la conservación del Estado, cualquier medio es bueno, ateniéndose a la máxima “salus rei pública suprema lex” (la salvación del Estado es la ley suprema) a pesar de que la norma es incompatible con lo que conocemos como Estado democrático de derecho.
La justificación de los Estados para situarse por encima de la ley se ampara en el vetusto tabú de la soberanía nacional que se basa en que las naciones no reconocen ninguna autoridad superior a ellas. Frente a esta aberración jurídica se abre paso, venciendo muchos obstáculos, la tendencia a superar esta fase de primitivismo político cuyo avance más notable fue la reciente fundación del Tribunal Penal Internacional con sede en La Haya al que no se adhirieron Estados Unidos, Rusia, China e Israel por evitar ser juzgados sus agentes y fuerzas armadas en el extranjero. Lamentablemente, los deseos de someter a derecho las conductas criminales de ciudadanos de las grandes potencias tropieza con su resistencia a admitir las normas internacionales encaminadas a perseguir el uso arbitrario de la fuerza. En este argumento fían la impunidad de sus actos, de lo que son ejemplos la prisión de Guantánamo, la brutal represión de Chechenia o la ocupación del Tíbet.
lunes, 19 de marzo de 2012
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