En el mes de mayo de 2011 al gobierno socialista le entraron unas inusitadas prisas por tramitar sin demora el decreto ley que aprobó el Consejo de Ministros, el cual impone “medidas para el afloramiento del empleo sumergido” que forma parte de lo que llamamos ocupación en negro, y sancionar con especial rigor a quienes redondean con “chapuzas” sus magros ingresos por el paro.
No merece objeción la persecución legal de tales irregularidades, pero se echa de menos el mismo empeño en corregir el fraude fiscal, la lucha contra los paraísos fiscales, la regulación del sistema financiero, y no digamos la promulgación de una reforma fiscal que refleje la progresividad de los impuestos directos como proclama la Constitución.
Y sin olvidar que con sólo la prestación por desempleo, muchas familias no podrían subvenir a sus necesidades básicas y sostener a los miembros en paro, y que tales percepciones son temporales y duran menos que el tiempo que se tarda en hallar un puesto de trabajo.
Se echa en falta que la diligencia mostrada por las autoridades en la detección y sanción del trabajo oculto no se haga extensiva a los grupos privilegiados que conforman los máximos directivos de las grandes empresas industriales y financieras que escandalizan con sus sueldos de fábula, sabiendo además que estos han contraído una indudable responsabilidad en la situación que desembocó en la aguda crisis que padecemos desde hace casi cuatro años. El mismo tratamiento especial que se dispensa a las grandes fortunas que aparcan sus inversiones mobiliarias en las famosas Sicav (sociedades de capital variable) con tributación mínima, favorecidas también con la supresión del impuesto sobre el patrimonio y por el IRPF que se mantiene invariable después de las rebajas introducidas por el gobierno de Aznar primero y por el “progresista” de Zapatero después. Todo ello se hizo sabiendo que el grueso del fraude proviene de las rentas del capital, por cuanto las del trabajo están bien controladas a través de las nóminas. Esto explica, por ejemplo que las rentas salariales representen el 46% de la renta nacional y sin embargo soportan el 80% del impuesto sobre la renta de las personas físicas, el más progresista del sistema tributario, porque se paga con arreglo a los ingresos percibidos y no sobre el consumo realizado.
Esta lacerante desigualdad de trato fiscal da lugar a situaciones tan escandalosas como que en 2010, mientras Caritas registraba el doble de peticiones de ayuda urgente y millares de familias perdían sus viviendas por no poder hacer frente a sus hipotecas, las grandes empresas comercializadoras de artículo de lujo, con sedes sociales o sucursales en España, veían crecer sus beneficios. Los potentados no se recatan de hacer alarde de sus riqueza, lo que hace más hiriente la pobreza de quienes pagan el precio de una fiesta en la que no han tomado parte.
Y sin olvidar que con sólo la prestación por desempleo, muchas familias no podrían subvenir a sus necesidades básicas y sostener a los miembros en paro, y que tales percepciones son temporales y duran menos que el tiempo que se tarda en hallar un puesto de trabajo.
Se echa en falta que la diligencia mostrada por las autoridades en la detección y sanción del trabajo oculto no se haga extensiva a los grupos privilegiados que conforman los máximos directivos de las grandes empresas industriales y financieras que escandalizan con sus sueldos de fábula, sabiendo además que estos han contraído una indudable responsabilidad en la situación que desembocó en la aguda crisis que padecemos desde hace casi cuatro años. El mismo tratamiento especial que se dispensa a las grandes fortunas que aparcan sus inversiones mobiliarias en las famosas Sicav (sociedades de capital variable) con tributación mínima, favorecidas también con la supresión del impuesto sobre el patrimonio y por el IRPF que se mantiene invariable después de las rebajas introducidas por el gobierno de Aznar primero y por el “progresista” de Zapatero después. Todo ello se hizo sabiendo que el grueso del fraude proviene de las rentas del capital, por cuanto las del trabajo están bien controladas a través de las nóminas. Esto explica, por ejemplo que las rentas salariales representen el 46% de la renta nacional y sin embargo soportan el 80% del impuesto sobre la renta de las personas físicas, el más progresista del sistema tributario, porque se paga con arreglo a los ingresos percibidos y no sobre el consumo realizado.
Esta lacerante desigualdad de trato fiscal da lugar a situaciones tan escandalosas como que en 2010, mientras Caritas registraba el doble de peticiones de ayuda urgente y millares de familias perdían sus viviendas por no poder hacer frente a sus hipotecas, las grandes empresas comercializadoras de artículo de lujo, con sedes sociales o sucursales en España, veían crecer sus beneficios. Los potentados no se recatan de hacer alarde de sus riqueza, lo que hace más hiriente la pobreza de quienes pagan el precio de una fiesta en la que no han tomado parte.
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