A nadie se le oculta que gobernar con acierto la economía de un país es empeño harto difícil. El desideratum consiste en lograr la optimización duradera de cuatro parámetros, a modo de cuadro mágico, a saber: crecimiento económico, estabilidad de precios, equilibrio de la balanza exterior y pleno empleo. La meta es difícil de alcanzar y más difícil aún hacerlo con larga duración por la rapidez con que cambia el entorno. Ello es debido a que los cuatro factores están interrelacionados y la variación de cualquiera de ellos influye en el comportamiento de los demás, de ahí el talento y hasta la buena suerte que se precisa para mantener el equilibrio dinámico de las cuatro magnitudes macroeconómicas.
Este paradigma es esencialmente inestable porque está sometido a las presiones de fuerzas sociales contrapuestas que pugnan por apropiarse de la mayor porción posible de la tarta común en detrimento de los demás partícipes. Los trabajadores reivindican mayor capacidad adquisitiva de sus salarios, reducción de la jornada laboral y mejores condiciones de trabajo. Los empresarios, por su parte persiguen rebajar los costes de producción, comenzando por los salarios y las condiciones sociales, siguiendo por los impuestos y la rebaja de los tipos de interés. Y todo ello con niveles crecientes de demanda de los consumidores. Es fácil comprender que las pretensiones de una de las partes chocan con las de la otra.
Finalmente, las familias aspiran a lograr objetivos que mejoren su bienestar, que en parte son contradictorios: ampliación y mejora de los servicios públicos, rebaja de impuestos, aumentos de las prestaciones sociales, precios estables, bajos tipos de interés para sus créditos y buena retribución de sus ahorros.
El papel del Estado como gestor de la economía nacional es el de instrumentar las políticas que garanticen y equilibren los intereses generales por encima de los deseos particulares y de los grupos de presión, lo que lo convierte en un árbitro de muy difícil neutralidad por estar formado por personas con ideologías e intereses propios. Para que dichas condiciones se cumplan debe implementar políticas económicas que eviten desajustes macroeconómicos. Así procurará que el crecimiento del PIB no dispare la inflación, que los ingresos fiscales garanticen la suficiente financiación del sector público para mantener y mejorar los servicios que presta y la protección social, y al mismo tiempo, vigilar y controlar el gasto público para evitar el déficit presupuestario excesivo que obligaría a cubrirlo con deuda. Para complicar aun más las cosas habrá que tener en cuenta lo que ocurra más allá de nuestras fronteras, especialmente la situación económica de nuestros socios comerciales, ya que las crisis internacionales son contagiosas, y más en una economía globalizada como la actual donde se ha agudizado la interdependencia, habida cuenta de que la política económica está mediatizada por las directrices que emanan de Bruselas y de Frankfurt y no se atienen a la situación particular de cada Estado miembro.
Si el sistema económico sufre perturbaciones es preciso que los agentes económicos y sociales contengan sus reivindicaciones de forma equitativa ya que la satisfacción excesiva de uno de ellos irá en detrimento de los demás, y en definitiva, de todos al provocar crisis más o menos profundas cuyas manifestaciones externas son el desempleo, estancamiento o recesión, inflación y déficit fiscal, todos ellos síntomas patológicos susceptibles de alterar la convivencia ciudadana.
Si, por ejemplo, los empresarios, abusando de su capacidad negociadora, redujeran en exceso el nivel de los salarios, se contraería la demanda, la industria no podría dar salida a su producción, surgiría la recesión y se incrementaría el paro. Por el contrario, en un supuesto en que los sindicatos impusiesen una elevación excesiva de las retribuciones laborales sin correspondencia con la productividad, al elevarse los costes de producción, los empresarios perderían competitividad y se verían abocados al despido como mecanismo de ajuste a las nuevas circunstancias, o bien, de ser posible, a repercutir los mayores costes en los precios con peligro de elevar la tasa de inflación que podría anular la subida salarial.
En definitiva, la política económica semeja el juego del siete y media en que es preciso sortear tanto el peligro de pasarse como el de quedarse corto.
Finalmente, las familias aspiran a lograr objetivos que mejoren su bienestar, que en parte son contradictorios: ampliación y mejora de los servicios públicos, rebaja de impuestos, aumentos de las prestaciones sociales, precios estables, bajos tipos de interés para sus créditos y buena retribución de sus ahorros.
El papel del Estado como gestor de la economía nacional es el de instrumentar las políticas que garanticen y equilibren los intereses generales por encima de los deseos particulares y de los grupos de presión, lo que lo convierte en un árbitro de muy difícil neutralidad por estar formado por personas con ideologías e intereses propios. Para que dichas condiciones se cumplan debe implementar políticas económicas que eviten desajustes macroeconómicos. Así procurará que el crecimiento del PIB no dispare la inflación, que los ingresos fiscales garanticen la suficiente financiación del sector público para mantener y mejorar los servicios que presta y la protección social, y al mismo tiempo, vigilar y controlar el gasto público para evitar el déficit presupuestario excesivo que obligaría a cubrirlo con deuda. Para complicar aun más las cosas habrá que tener en cuenta lo que ocurra más allá de nuestras fronteras, especialmente la situación económica de nuestros socios comerciales, ya que las crisis internacionales son contagiosas, y más en una economía globalizada como la actual donde se ha agudizado la interdependencia, habida cuenta de que la política económica está mediatizada por las directrices que emanan de Bruselas y de Frankfurt y no se atienen a la situación particular de cada Estado miembro.
Si el sistema económico sufre perturbaciones es preciso que los agentes económicos y sociales contengan sus reivindicaciones de forma equitativa ya que la satisfacción excesiva de uno de ellos irá en detrimento de los demás, y en definitiva, de todos al provocar crisis más o menos profundas cuyas manifestaciones externas son el desempleo, estancamiento o recesión, inflación y déficit fiscal, todos ellos síntomas patológicos susceptibles de alterar la convivencia ciudadana.
Si, por ejemplo, los empresarios, abusando de su capacidad negociadora, redujeran en exceso el nivel de los salarios, se contraería la demanda, la industria no podría dar salida a su producción, surgiría la recesión y se incrementaría el paro. Por el contrario, en un supuesto en que los sindicatos impusiesen una elevación excesiva de las retribuciones laborales sin correspondencia con la productividad, al elevarse los costes de producción, los empresarios perderían competitividad y se verían abocados al despido como mecanismo de ajuste a las nuevas circunstancias, o bien, de ser posible, a repercutir los mayores costes en los precios con peligro de elevar la tasa de inflación que podría anular la subida salarial.
En definitiva, la política económica semeja el juego del siete y media en que es preciso sortear tanto el peligro de pasarse como el de quedarse corto.
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