Cuando en 1798 publicó Thomas Robert Malthus (1766-1834) el que sería famoso “Ensayo sobre el principio de población” planteó una cuestión que no solo no perdió vigencia sino que ha ido aumentando la actualidad de sus predicciones hasta el punto de convertirse en uno de los principales motivos de preocupación de nuestra época. Se trata de lo que se ha dado en llamar la explosión demográfica, que es a su vez fuente de otros muchos problemas.
La tesis de Malthus ea sumamente sencilla, como lo son las grandes ideas geniales. El hombre, como todo ser viviente lleva en sí el instinto de multiplicarse, y si no encuentra ningún obstáculo, la población aumentará en progresión geométrica. Como al mismo tiempo, en virtud de la ley de rendimientos decrecientes, las subsistencias se incrementarán en progresión aritmética, llegará el momento en que la Tierra no pueda alimentar a sus pobladores. Descartando como remedios correctores las guerras y las enfermedades -a pesar de que ambas surten efectos letales- Malthus propuso la continencia voluntaria y el matrimonio tardío como formas de controlar la natalidad.
Muchos detractores se han empeñado en desacreditar las pesimistas predicciones maltusianas, pero los hechos, que no se atienen a los miedos de unos ni a los deseos de otros, nunca han dejado de dar la razón al pastor de Albury. Un siglo después de la aparición de su libro, la población se había duplicado y transcurrido el segundo se ha multiplicado por seis y sigue creciendo año tras año a pesar de las numerosas guerras acaecidas, de los devastadores desastres naturales de las hambrunas y de las epidemias. No parece ningún disparate plantearse la cuestión del límite de población que el globo puede soportar y si no lo habremos sobrepasado ya con los 7.000 millones que hemos alcanzado este año.
Cada ser humano interactúa con los elementos de su entorno (físicos, biológicos y sociales) e incrementa la presión sobre los recursos naturales en medida no cuantificada, pero evidentemente, de un determinado valor. Podemos considerar inapreciable la presencia de un individuo más en el mundo, pero no de los casi cien millones que incrementan la población mundial cada año. A este nivel, el impacto es perfectamente reconocible en aspectos tan relevantes como la deforestación, la erosión, la contaminación, el crecimiento teratológico de las ciudades, la sobreexplotación de las tierras cultivables y de los mares y, en definitiva, las condiciones de habitabilidad del planeta. Según el informe de Naciones Unidas, en 2050 serán 9.000 millones los que disputarán un lugar bajo el sol.
Entre tanto, controversias seudocientíficas, intereses políticos y creencias religiosas (creced y multiplicaos, Dios proveerá, etc.) han impedido que los gobiernos se conciencien de la gravedad del desafío y lo aborden con la seriedad y rigor que requiere.
El precio que se paga por la sobrepoblación lo percibimos en las condiciones infrahumanas en que malviven más de mil millones de personas que se acuestan con el estómago vacío y sobre las cuales cabalgan inmisericordes los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Razones que la razón no comprende explican que hagamos oídos sordos al aviso de Malthus, imitando la conducta del avestruz, como si el problema nos fuera ajeno. La respuesta la dan las 250.000 nuevas criaturas que cada día reclaman un puesto en el banquete de la vida, o los 40.000 niños que en el mismo tiempo mueren víctimas de la desnutrición y de enfermedades curables.
Si no surgen circunstancias imprevisibles que alteren la tendencia, uno piensa si quedará alguien para conmemorar el tercer centenario de la obra profética del célebre economista inglés o habrá sobrevenido antes una hecatombe de dimensiones planetarias.
La tesis de Malthus ea sumamente sencilla, como lo son las grandes ideas geniales. El hombre, como todo ser viviente lleva en sí el instinto de multiplicarse, y si no encuentra ningún obstáculo, la población aumentará en progresión geométrica. Como al mismo tiempo, en virtud de la ley de rendimientos decrecientes, las subsistencias se incrementarán en progresión aritmética, llegará el momento en que la Tierra no pueda alimentar a sus pobladores. Descartando como remedios correctores las guerras y las enfermedades -a pesar de que ambas surten efectos letales- Malthus propuso la continencia voluntaria y el matrimonio tardío como formas de controlar la natalidad.
Muchos detractores se han empeñado en desacreditar las pesimistas predicciones maltusianas, pero los hechos, que no se atienen a los miedos de unos ni a los deseos de otros, nunca han dejado de dar la razón al pastor de Albury. Un siglo después de la aparición de su libro, la población se había duplicado y transcurrido el segundo se ha multiplicado por seis y sigue creciendo año tras año a pesar de las numerosas guerras acaecidas, de los devastadores desastres naturales de las hambrunas y de las epidemias. No parece ningún disparate plantearse la cuestión del límite de población que el globo puede soportar y si no lo habremos sobrepasado ya con los 7.000 millones que hemos alcanzado este año.
Cada ser humano interactúa con los elementos de su entorno (físicos, biológicos y sociales) e incrementa la presión sobre los recursos naturales en medida no cuantificada, pero evidentemente, de un determinado valor. Podemos considerar inapreciable la presencia de un individuo más en el mundo, pero no de los casi cien millones que incrementan la población mundial cada año. A este nivel, el impacto es perfectamente reconocible en aspectos tan relevantes como la deforestación, la erosión, la contaminación, el crecimiento teratológico de las ciudades, la sobreexplotación de las tierras cultivables y de los mares y, en definitiva, las condiciones de habitabilidad del planeta. Según el informe de Naciones Unidas, en 2050 serán 9.000 millones los que disputarán un lugar bajo el sol.
Entre tanto, controversias seudocientíficas, intereses políticos y creencias religiosas (creced y multiplicaos, Dios proveerá, etc.) han impedido que los gobiernos se conciencien de la gravedad del desafío y lo aborden con la seriedad y rigor que requiere.
El precio que se paga por la sobrepoblación lo percibimos en las condiciones infrahumanas en que malviven más de mil millones de personas que se acuestan con el estómago vacío y sobre las cuales cabalgan inmisericordes los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Razones que la razón no comprende explican que hagamos oídos sordos al aviso de Malthus, imitando la conducta del avestruz, como si el problema nos fuera ajeno. La respuesta la dan las 250.000 nuevas criaturas que cada día reclaman un puesto en el banquete de la vida, o los 40.000 niños que en el mismo tiempo mueren víctimas de la desnutrición y de enfermedades curables.
Si no surgen circunstancias imprevisibles que alteren la tendencia, uno piensa si quedará alguien para conmemorar el tercer centenario de la obra profética del célebre economista inglés o habrá sobrevenido antes una hecatombe de dimensiones planetarias.
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