Desde que los latinos acuñaron el adagio “errare humanum est”, se admite que es propio de los humanos equivocarse. Quien más quien menos, todos cometemos errores , y por ello se acepta que rectificar es de sabios. Ocurre, sin embargo que, pasado cierto plazo, la corrección es imposible o pierde toda virtualidad. A este género pertenecen la adicción permanente al dinero o el apego excesivo al poder.
Me resulta incomprensible, y más aun a medida que acumulo cumpleaños, la actitud ante la vida de quienes, habiendo recorrido ya gran parte de su peregrinación terrenal, sufren invencible apego a la riqueza o al mando que, si nunca son defendibles, pierden todo sentido cuando se ha alcanzado una edad en que la vejez asoma su sombra y la cita con la muerte aparece en el horizonte tan insoslayable como próximo.
Es sorprendente y triste a la vez que personas de gran notoriedad, en el umbral de la jubilación muestren una avidez insaciable de dinero sin importarles conseguirlo al precio de claudicaciones y a cambio de despreciar, ofender, humillar, explotar y engañar a los demás. Lo mismo que en similar edad, se aferran a los cargos políticos o empresariales, cual si el mundo no pudiera prescindir de su dedicación. En no pocas ocasiones, ambas pasiones caminan juntas porque se autoalimentan.
Resulta patética la ceguera de quienes, en la pendiente de su declive vital se obsesionan con el afán de acumular riqueza y poder cual si tuvieran asegurada una larga vida por delante que disfrutar, cuando en realidad se acercan con paso acelerado a la fecha de su caducidad y la Parca les pisa los talones.
Cuando el plazo fatal está a punto de cumplirse quizás se den cuenta, demasiado tarde, del errado camino que han seguido y que ya no tiene vuelta atrás porque los errores se pagan, si bien ocurre a veces que unos cometen los yerros y otros pagan las consecuencias.
¿De qué les habrá servido a unos acumular una fortuna y a otros aferrarse en edad provecta a puestos de mando o de relumbrón? Los primeros habrán caído en la trampa de ser los más ricos del cementerio y tal vez dar pie a que sus herederos disputen entre sí por el reparto; y los segundos habrán creado resquemores y frustraciones a delfines en potencia que aspiraban a sucederles y acaso el odio de quienes sufrieron los efectos de sus decisiones, porque jamás el que manda podrá hacerlo a gusto de todos ni evitar lesionar planes y proyectos ajenos.
Ello no significa ciertamente, que merezca censura el deseo de mantenerse activos en todo momento, abrir la mente al futuro y sentir curiosidad por cuanto acontece a su alrededor, pero cuando, por razones de edad las facultades declinan, lo prudente, lo que identifica la sabiduría propia de la ancianidad es ceder el testigo, desprenderse de responsabilidades en favor de quienes puedan aportar nueva sabia y nuevas ideas acorde con los cambios que experimenta la sociedad, gozar así del merecido descanso y ofrecer su consejo sobre materias en las que su autoridad moral no se discute que a tanto equivale distinguir lo importante de lo que no lo es y advertir a tiempo que acertar en lo más no importa si se yerra en lo principal como nos advirtiera Calderón de la Barca.
Y si de dinero se trata, cuando a los hijos se les ha dado preparación adecuadas para transitar por camino propio, que es la mejor herencia que podemos dejar, es justo que ellos aporten su esfuerzo para abrirse paso en el mundo, puesto que, más pronto o más tarde tendrán que sacarse solos las castañas del fuego.
Lástima que, por lo general estas razones elementales sean comprendidas cuando ya no puedan dar frutos y los que nos sucedan no podrán beneficiarse de ellas porque la experiencia, como el talento, no se transmiten por herencia.
lunes, 30 de agosto de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario