La importancia que los seres humanos hemos querido atribuirnos como reyes de la creación, ha sido desmentida tantas veces por la ciencia que ya apenas queda nada a que asirnos para seguir creyéndonos el obligo del mundo.
Nuestros antepasados dieron por cierto que el planeta que habitamos era el centro del Universo. Esta versión se debió a Claudio Tolomeo quien, en el segundo siglo después de Cristo la expuso, influido por el astrónomo Hiparco de Nicea (II siglo a.C.), en su monumental obra “Almagesto”.
Esta creencia se mantuvo hasta que el polaco Nicolás Copérnico (1473-1543) revolucionó la astronomía con su libro “De revolutionibus orbium coelestium”, aparecido tras su fallecimiento. En él afirmaba que la Tierra no es sino uno de los varios planetas del sistema solar que giran alrededor del Sol. Esta teoría fue confirmada por Galileo Galilei (1564-1642) al demostrar con el uso del telescopio lo avanzado por Copérnico, expuesto en su libro “Diálogo sobre los dos sistemas máximos del mundo”, publicado en 1632.
Desbaratada la teoría geocéntrica tolemaica, solo faltaba que el ojo crítico de la ciencia desmontara el supuesto origen divino de nuestros primeros padres y de la creación de las luminarias celestes como objetos para nuestro solaz nocturno.
Esta tarea corrió a cargo del británico Charles Darwin (1809-1882) quien, en “El origen de las especies” editado en 1859, estableció la teoría, no desmentida hasta la fecha, de que las diferencias que nos distinguen de otros animales son fruto de la evolución natural que comenzó con la aparición de la primera célula, tal vez hace unos 3.000 millones de años.
Alrededor de medio siglo más tarde, fue el siquiatra vienés Sigmund Freud (1856-1939) quien, en varias de sus obras, y especialmente en “La interpretación de los sueños” (1899) y “Tótem y tabú” (1913) puso de manifiesto la influencia del subconsciente en nuestro comportamiento, socavando así la fe en el libre albedrío.
Por último la secuenciación del genoma humano, llevada a cabo simultáneamente en 2000 por el Instituto Nacional de la Salud norteamericano (NIH por sus siglas en inglés) y el investigador y empresario Craig Venter, desveló el parentesco genético con nuestro pariente más cercano, el chimpancé, cuyo genoma es idéntico al nuestro en un 98,5%. Gracias a la igualdad de funciones de los genes de otras especies con los nuestros podemos hacer experimentos de laboratorio de utilidad médica con la mosca del vinagre, monos y ratones.
El próximo paso puede venir del conocimiento de las funciones cerebrales que reducirá aun más nuestra autoestima al acabar con la dicotomía platónica de cuerpo y alma, probando que el deterioro de una facultad mental va acompañado o precedido de lesiones neurológicas, poniendo fuera de juego las leyendas de endemoniados como origen de patologías mentales.
Si la Tierra no es más que una infinitésima parte del Cosmos, y nosotros una minúscula partícula de la naturaleza, una nonada, está claro que no hay razón en que fundamentar nuestras ansias de preeminencia, que somos seres contingentes, fruto del azar, y que nuestra conservación como especie está sujeta a los mismos avatares que cualquier otra añadida a la tendencia a la autodestrucción. Vivimos de falacias que halagan nuestro ego, pero la realidad se impone y adquieren sentido estos versos: La calavera de un burro / miraba el doctor Pandolfo / y enternecido, exclamaba: / “¡Válgame Dios, lo que somos!”.
Nuestros antepasados dieron por cierto que el planeta que habitamos era el centro del Universo. Esta versión se debió a Claudio Tolomeo quien, en el segundo siglo después de Cristo la expuso, influido por el astrónomo Hiparco de Nicea (II siglo a.C.), en su monumental obra “Almagesto”.
Esta creencia se mantuvo hasta que el polaco Nicolás Copérnico (1473-1543) revolucionó la astronomía con su libro “De revolutionibus orbium coelestium”, aparecido tras su fallecimiento. En él afirmaba que la Tierra no es sino uno de los varios planetas del sistema solar que giran alrededor del Sol. Esta teoría fue confirmada por Galileo Galilei (1564-1642) al demostrar con el uso del telescopio lo avanzado por Copérnico, expuesto en su libro “Diálogo sobre los dos sistemas máximos del mundo”, publicado en 1632.
Desbaratada la teoría geocéntrica tolemaica, solo faltaba que el ojo crítico de la ciencia desmontara el supuesto origen divino de nuestros primeros padres y de la creación de las luminarias celestes como objetos para nuestro solaz nocturno.
Esta tarea corrió a cargo del británico Charles Darwin (1809-1882) quien, en “El origen de las especies” editado en 1859, estableció la teoría, no desmentida hasta la fecha, de que las diferencias que nos distinguen de otros animales son fruto de la evolución natural que comenzó con la aparición de la primera célula, tal vez hace unos 3.000 millones de años.
Alrededor de medio siglo más tarde, fue el siquiatra vienés Sigmund Freud (1856-1939) quien, en varias de sus obras, y especialmente en “La interpretación de los sueños” (1899) y “Tótem y tabú” (1913) puso de manifiesto la influencia del subconsciente en nuestro comportamiento, socavando así la fe en el libre albedrío.
Por último la secuenciación del genoma humano, llevada a cabo simultáneamente en 2000 por el Instituto Nacional de la Salud norteamericano (NIH por sus siglas en inglés) y el investigador y empresario Craig Venter, desveló el parentesco genético con nuestro pariente más cercano, el chimpancé, cuyo genoma es idéntico al nuestro en un 98,5%. Gracias a la igualdad de funciones de los genes de otras especies con los nuestros podemos hacer experimentos de laboratorio de utilidad médica con la mosca del vinagre, monos y ratones.
El próximo paso puede venir del conocimiento de las funciones cerebrales que reducirá aun más nuestra autoestima al acabar con la dicotomía platónica de cuerpo y alma, probando que el deterioro de una facultad mental va acompañado o precedido de lesiones neurológicas, poniendo fuera de juego las leyendas de endemoniados como origen de patologías mentales.
Si la Tierra no es más que una infinitésima parte del Cosmos, y nosotros una minúscula partícula de la naturaleza, una nonada, está claro que no hay razón en que fundamentar nuestras ansias de preeminencia, que somos seres contingentes, fruto del azar, y que nuestra conservación como especie está sujeta a los mismos avatares que cualquier otra añadida a la tendencia a la autodestrucción. Vivimos de falacias que halagan nuestro ego, pero la realidad se impone y adquieren sentido estos versos: La calavera de un burro / miraba el doctor Pandolfo / y enternecido, exclamaba: / “¡Válgame Dios, lo que somos!”.
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