No es defendible por razones prácticas la utópica igualdad en la posesión de bienes, que depende de muchos factores, pero sí la lacerante diferencia que existe entre los ricos Epulones y los Lázaros humildes, entre las clases opulentas y la de los desheredados.
Para que el objetivo sea alcanzable es preciso aumentar significativamente los ingresos de los más necesitados y la mejor forma de conseguirlo es ofrecer un puesto de trabajo a quienes lo buscan estando en edad laboral (de 16 a 64 años). Esto equivale a lograr el pleno empleo, algo difícil de conseguir en nuestro sistema socioeconómico en tiempos normales y mucho más en épocas de crisis, pero aun en esta situación es exigible que la política económica suavice en lo posible el impacto del paro en las economías familiares más vulnerables.
Independientemente de la magnitud del desempleo, los gobiernos tienen la obligación de implementar políticas que favorezcan a los trabajadores más perjudicados y promover la creación de puestos de trabajo y la inserción social. Solamente así, con la suficiente dosis de solidaridad se puede propiciar la movilidad social, de forma que los peor dotados puedan ascender en la escala social, como es propio de una sociedad abierta y cohesionada.
En este contexto es justo y equitativo que el Estado garantice una auténtica igualdad de oportunidades y facilite la libre elección de los ciudadanos a escoger las vías que prefieran para labrar su futuro con arreglo a sus deseos y aptitudes.
Ello implica profundizar en políticas de protección social que incluyen la expansión y mejora de la enseñanza pública y la formación profesional, incrementar la concesión de becas de cuantía suficiente, elevar el nivel de la sanidad pública y la justicia, así como mejorar el subsidio de paro de forma que nadie quede totalmente desamparado frente a la adversidad.
Es preciso renunciar a las políticas neoliberales que aumentan las desigualdades, y polarizan las clases sociales. Sus defensores objetan que la protección social representa un obstáculo para el crecimiento económico, a pesar de que la evidencia empírica niega validez a tales premisas. Los ataques contra el Estado del bienestar provienen de los sectores mejor instalados en la sociedad, tomando como pretexto la sacralización de las leyes del mercado a las que se atribuyen falsamente la capacidad de corregir sus propios excesos.
Obviamente, el cumplimiento de los objetivos expuestos presupone la disponibilidad de los recursos económicos a disposición del Tesoro público, los cuales provienen de la recaudación de impuestos.
Ello implica la necesidad de reformar el actual sistema tributario de forma que permita la financiación del gasto social. Esto a su vez exige que el sistema promueva la redistribución de la renta y cumpla los requisitos establecidos en la Constitución. Así, el artículo 31, determina que “todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá carácter confiscatorio”.
Que los españoles paguemos más impuestos con la debida progresividad no es mucho pedir si se repara en que la presión fiscal en 2007 en Dinamarca fue del 48,9% del PIB y en España fue el 37,2%. Claro que en México fue el 20,5%. Estos datos explican el nivel de vida de daneses y aztecas.
Muestra de la calculada ambigüedad con que fue redactada la Carta Magna es el empleo de términos ambiguos tan susceptibles de interesadas interpretaciones como difíciles de precisar en la práctica. Tal ocurre con los adjetivos “justo” y “confiscatorio”, a la vez que se pasa en silencio sobre la propiedad redistribuidora de los impuestos directos.
Hasta ahora, los requisitos de que se ha hecho mención distan mucho de cumplirse en la realidad, y la equidad brilla por su ausencia. A este respecto vale la pena traer a colación el informe de los técnicos del Ministerio de Hacienda (Gestha) hecho público el 11 de agosto, según el cual, los asalariados y pensionistas gallegos declararon en 2008 unos rendimientos netos de 16.573 euros (+5,5%) en tanto que los autónomos mostraron ante el Fisco 8.871 euros (-8,6%) pese a que la economía había crecido en dicho año el 3,4%, y no es presumible que los datos de la comunidad autónoma gallega difieran significativamente de los del resto del país. Si se tiene en cuenta que del segundo colectivo forman parte entre otros, los profesiones liberales (ingenieros, médicos, arquitectos, abogados, farmacéuticos, notarios y registradores) es fácil intuir donde se ubican las bolsas de fraude, que se cifran en 23.000 millones de euros, y donde las nóminas actúan de control estricto de los ingresos ante Hacienda.
Esta situación es bien conocida por la Administración sin que por ello arbitre fórmulas correctoras de la flagrante desigualdad de tratamiento fiscal. Como además, a la hora de subir los impuestos se apuesta por los indirectos que gravan el consumo, los más perjudicados son, proporcionalmente, quienes obtienen menos ingresos.
Para que el objetivo sea alcanzable es preciso aumentar significativamente los ingresos de los más necesitados y la mejor forma de conseguirlo es ofrecer un puesto de trabajo a quienes lo buscan estando en edad laboral (de 16 a 64 años). Esto equivale a lograr el pleno empleo, algo difícil de conseguir en nuestro sistema socioeconómico en tiempos normales y mucho más en épocas de crisis, pero aun en esta situación es exigible que la política económica suavice en lo posible el impacto del paro en las economías familiares más vulnerables.
Independientemente de la magnitud del desempleo, los gobiernos tienen la obligación de implementar políticas que favorezcan a los trabajadores más perjudicados y promover la creación de puestos de trabajo y la inserción social. Solamente así, con la suficiente dosis de solidaridad se puede propiciar la movilidad social, de forma que los peor dotados puedan ascender en la escala social, como es propio de una sociedad abierta y cohesionada.
En este contexto es justo y equitativo que el Estado garantice una auténtica igualdad de oportunidades y facilite la libre elección de los ciudadanos a escoger las vías que prefieran para labrar su futuro con arreglo a sus deseos y aptitudes.
Ello implica profundizar en políticas de protección social que incluyen la expansión y mejora de la enseñanza pública y la formación profesional, incrementar la concesión de becas de cuantía suficiente, elevar el nivel de la sanidad pública y la justicia, así como mejorar el subsidio de paro de forma que nadie quede totalmente desamparado frente a la adversidad.
Es preciso renunciar a las políticas neoliberales que aumentan las desigualdades, y polarizan las clases sociales. Sus defensores objetan que la protección social representa un obstáculo para el crecimiento económico, a pesar de que la evidencia empírica niega validez a tales premisas. Los ataques contra el Estado del bienestar provienen de los sectores mejor instalados en la sociedad, tomando como pretexto la sacralización de las leyes del mercado a las que se atribuyen falsamente la capacidad de corregir sus propios excesos.
Obviamente, el cumplimiento de los objetivos expuestos presupone la disponibilidad de los recursos económicos a disposición del Tesoro público, los cuales provienen de la recaudación de impuestos.
Ello implica la necesidad de reformar el actual sistema tributario de forma que permita la financiación del gasto social. Esto a su vez exige que el sistema promueva la redistribución de la renta y cumpla los requisitos establecidos en la Constitución. Así, el artículo 31, determina que “todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá carácter confiscatorio”.
Que los españoles paguemos más impuestos con la debida progresividad no es mucho pedir si se repara en que la presión fiscal en 2007 en Dinamarca fue del 48,9% del PIB y en España fue el 37,2%. Claro que en México fue el 20,5%. Estos datos explican el nivel de vida de daneses y aztecas.
Muestra de la calculada ambigüedad con que fue redactada la Carta Magna es el empleo de términos ambiguos tan susceptibles de interesadas interpretaciones como difíciles de precisar en la práctica. Tal ocurre con los adjetivos “justo” y “confiscatorio”, a la vez que se pasa en silencio sobre la propiedad redistribuidora de los impuestos directos.
Hasta ahora, los requisitos de que se ha hecho mención distan mucho de cumplirse en la realidad, y la equidad brilla por su ausencia. A este respecto vale la pena traer a colación el informe de los técnicos del Ministerio de Hacienda (Gestha) hecho público el 11 de agosto, según el cual, los asalariados y pensionistas gallegos declararon en 2008 unos rendimientos netos de 16.573 euros (+5,5%) en tanto que los autónomos mostraron ante el Fisco 8.871 euros (-8,6%) pese a que la economía había crecido en dicho año el 3,4%, y no es presumible que los datos de la comunidad autónoma gallega difieran significativamente de los del resto del país. Si se tiene en cuenta que del segundo colectivo forman parte entre otros, los profesiones liberales (ingenieros, médicos, arquitectos, abogados, farmacéuticos, notarios y registradores) es fácil intuir donde se ubican las bolsas de fraude, que se cifran en 23.000 millones de euros, y donde las nóminas actúan de control estricto de los ingresos ante Hacienda.
Esta situación es bien conocida por la Administración sin que por ello arbitre fórmulas correctoras de la flagrante desigualdad de tratamiento fiscal. Como además, a la hora de subir los impuestos se apuesta por los indirectos que gravan el consumo, los más perjudicados son, proporcionalmente, quienes obtienen menos ingresos.
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