miércoles, 30 de julio de 2014

Paz y guerra



    El destino de los humanos es vivir en un mundo de contradicciones, figura en que se incurre cuando se afirma una cosa y se defiende o practica la contraria. Entre los múltiples ejemplos que se podría traer a colación, hay uno que no siempre es percibido como tal; amar la paz y promover la guerra.
    Todos –o casi todos– nos proclamamos amantes y adalides de la paz en la que la vida, con sus expectativas, se desarrolla en plenitud. Es la aspiración más sentida y civilizada de entender la convivencia. En el núcleo de la religión cristiana están las palabras que Jesús dirigió a sus discípulos: “Mi paz os dejo, mi paz os doy”.
    Si tan convencidos parecemos estar de las bondades de la paz, lo natural sería que la procurásemos por todos los medios, con nuestros pensamientos y con nuestros actos, y que pensamiento y acción inspiraran la política interna y exterior de los Estados, ya que éstos son instituciones jurídico-políticas que deben interpretar, amparar y defender los intereses y los afectos de los ciudadanos.
    Desgraciadamente, la realidad se aleja de estos supuestos. Se preparan y adiestran ejércitos listos para entrar en combate. Se gastan inmensas cantidades en armas, cada vez más sofisticadas y costosas, cuyo mejor destino es el desguace sin haber entrado en acción. Tal es el fin que espera en breve al portaaviones español “Príncipe de Asturias”. Los tratados de táctica y estrategia se multiplican, en tanto los libros de contenido pacifista apenas se publican. Cada país tiene su escuela militar pero carece de una institución semejante pensada para impulsar los sentimientos de paz. Avergonzados los gobiernos de apoyar el belicismo, lo que antes eran ministerios de Guerra son ahora ministerios de Defensa, pero los fines no han cambiado en absoluto.
    Por seguir el falaz principio romano “Se vis pacem para bellum” (si quieres la paz, prepara la guerra) hemos llenado la historia de conflictos bélicos. Tal conducta lleva a incrementar sin pausa los arsenales con nuevas armas a cual más mortífera, lo que sirvió de inspiración a un a un poeta decimonónico cuyas estrofas finales dicen, refiriéndose a la ametralladora: “Si esta máquina potente/ llega a matar buenamente/ un millón de hombres al día/ proclamarán bondad/ en las remotas tierras/ y así acabarán las guerras/ y también la humanidad”. ¿Qué diría el vate si hubiera conocido las nuevas armas de destrucción masiva?
    Si de verdad se desea la paz, hay que trabajar (no luchar) para conseguirla y consolidarla, eliminando las injusticias que son caldo de cultivo para el estallido de la violencia
    Lamentablemente, la guerra sigue siendo una amenaza permanente como una espada de Democles. A ello contribuye que en las sociedades avanzadas admiramos más a los grandes guerreros tipo César o Napoleón que a quienes consagraron su vida a desterrar la lucha armada, como Gandhi o Nelson Mandela, que son ejemplos modélicos dignos de imitación.
    Tras los horrores de la I Guerra Mundial se acordó crear un organismo internacional que, actuando como árbitro y juez impidiese la repetición de la tragedia y a tal efecto se dio vida a la Sociedad de las Naciones con sede en Ginebra, pero no se quiso aprender la lección y sobrevino la segunda contienda. Al terminar ésta se repitió el intento de regular las relaciones internacionales con arreglo a derecho y nació la Organización de Naciones Unidas domiciliada en Nueva York, que si bien evitó hasta ahora una tercera conflagración mundial, no eludió guerras fuera de Europa con excepción de la que fragmentó y liquidó Yugoslavia. En distintas ocasiones, la ONU adoptó resoluciones que dieron origen a una especie de derecho internacional, de forma que solo con el previo acuerdo del Consejo de Seguridad una intervención militar podía considerarse legítima. No obstante, las grandes potencias, que disponen de derecho de veto, no supeditan sus intereses a tales acuerdos. El campeón de estos desmanes es Estados Unidos, que solamente en lo que va de siglo emprendió las guerras de Afganistán e Irak y los ataques aéreos en Libia, todos ellos sin la anuencia de la ONU, lo que redundó en el desprestigio de la Organización.
    Hechos de esta índole muestran cuan difícil es establecer y respetar la paz, cuyos ideales semejan un sueño inalcanzable.
    A pesar de tantos fracasos, sírvanos de conuelo que se ha mantenido alejada la temida III Guerra Mundial y que Europa ha preservado la paz, a veces fría y otras caliente, desde 1945, y que España disfruta de este beneficio desde 1939, dos períodos tan largos como nunca antes se habían  registrado. Algo es algo.

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