domingo, 19 de enero de 2014

¿Un Estado catalán?



        ¿Por qué somos tan propensos a crear problemas de pertenencia identitaria, resaltando diferencias minúsculas con otras personas o grupos, y despreciando las grandes afinidades y valores que compartimos con ellos?

    ¿Cómo puede explicarse que las dos comunidades autónomas más cultas y prósperas de España, Cataluña y País Vasco hayan sido manipuladas por los cantos de sirena de políticos nacionalistas que solamente aspiran a ocupar los puestos de gobernantes de los microestados que pretenden crear?

    En la actualidad es Cataluña la que ha suscitado de improviso el tema independentista hasta convertirlo en problema acuciante, al que voy a referirme en concreto. Su alegato es que no se le ha reconocido en el Estado el papel singular que reclaman, llegando a acusar a España de ladrona, lo cual no se compadece con el puesto privilegiado que ostenta entre todas las comunidades.

    Lo cierto, sin embargo, es que la única singularidad constatable es el idioma propio, a cuyo uso nadie se opone, y que la comunidad disfruta de un nivel de autogobierno como no ha tenido nunca. Los secesionistas rechazan su cuota de solidaridad con olvido manifiesto de que los demás españoles hemos tenido algo que ver con el grado de desarrollo allí alcanzado. Los aranceles proteccionistas que España implantó en el siglo XX para defender de la competencia a la industria textil catalana y la siderúrgica vasca, un factor que sostuvo el proceso industrializador, a cambio de consumir productos de peor calidad o precio que los que ofrecían los mercados internacionales.

    El resultado de la secesión sería tan descabellado que no resiste la más leve argumentación. Desde el punto de vista general significaría nadar contra corriente frente a la tendencia globalizadora que impone la creciente interdependencia de todas las naciones. Supone renunciar a las economías de escala propiciadas por los grandes espacios económicos.

    Con respecto al papel político, una Cataluña de siete millones de habitantes quedaría sumida en la irrelevancia. Si de esta consideración pasamos al coste económico y social, es difícil imaginar lo que representaría la construcción de un Estado (desde la Administración pública pasando por la diplomacia y defensa) y todo ello en un contexto de aislamiento y fuera de la Unión Europea. Es inimaginable que los países europeos apoyaran la independencia catalana por temor a enfrentarse al mismo problema en su interior (Gran Bretaña con Escocia, Francia con Córcega y el País Vasco Francés, Bélgica con Flandes, etc.). Lo previsible sería el veto a la integración, con el consiguiente descenso del nivel de vida.

    Los nacionalistas se empeñan en resaltar las supuestas ventajas que se derivarían del cambio, pero la realidad desmiente su factibilidad. Levantar barreras aduaneras alrededor del nuevo Estado no favorecería las relaciones comerciales y culturales, tratar como extranjeros a los catalanes desperdigados por España y a los españoles afincados en Cataluña no mejoraría en absoluto su situación actual.

    Es indudable que las pulsiones nacionalistas son sentimientos, y como tales no se inspiran en la racionalidad, pero las decisiones colectivas no deben ser ajenas al sentido común que los catalanes identifican con el “seny”. Y de los políticos cabe esperar un más acusado sentido de la responsabilidad. Independientemente de cual sea el final de la aventura, es innegable el daño inferido a la convivencia de todos los españoles. En este sentido, el presidente de la Generalitat señor Mas, debería cambiar su apellido por el señor Menos.

    Pese a todo, confiemos que el encontronazo entre Madrid y Barcelona no desemboque en un choque de trenes en el que todos saldríamos perdiendo.

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