Es más frecuente que las separaciones
matrimoniales sean protagonizadas por matrimonios jóvenes tras pocos años de
convivencia, pero tampoco son pocos los casos
en que la ruptura se produce después
de larga vida en común y a edades avanzadas de la pareja. Sorprende que
cuan do los vínculos matrimoniales habrían superado múltiples avatares, se
rompan con la misma facilidad que a otras edades. Puestos a indagar las
causas del fenómeno, se aprecian
indicios de que la jubilación puede ser un factor predisponente.
El cese de la actividad laboral es un
acontecimiento importante en la vida de
los trabajadores –que prácticamente somos todos, hombres y mujeres- que
trasciende al ámbito familiar. No es infrecuente, por ello, que tenga efectos
negativos en la vida de la pareja.
El jubilado –hoy por hoy son mayoría los
hombres- no sabe muy bien como llenar el tiempo que antes ocupaba en la fábrica o la oficina, y es probable que se
entrometa en las tareas del hogar, con el propósito de ayudar al ama de casa,
pero ésta puede tomarlo como una pérdida
de autonomía, una invasión de su territorio, y considere tal ayuda, en el mejor de los casos, como un
estorbo, cuando no como una amenaza de
control. La simple convivencia durante las veinticuatro horas del día sin la acostumbrada ausencia por la
actividad laboral, provoca tensiones y exacerba los conflictos latentes. El
cambio es bilateral y afecta por igual a
los dos cónyuges, lo que obliga a
ambas a un esfuerzo de adaptación a las nuevas circunstancias.
Imaginemos el caso de un marino que antes pasaba tres meses en casa y nueve
embarcado y que ahora está presente todo el año. . Pasar de una breve estancia
a una presencia permanente es susceptible de trastornar las relaciones familiares. Si a estos motivos
añadimos la mayor expectativa de vida y mejor estado de salud, se comprenderá
la incidencia divorcista en la edad madura que es propiciada también por la
independencia de los hijos que antes actuaban a modo de freno de decisiones
radicales.
Si siempre el divorcio es una medicina
amarga –al menos para una de las dos parte- que solo debería administrarse en
casos de irremediable desacuerdo, su dramatismo aumenta cuando los cónyuges, normalmente,
están más necesitados de apoyo mutuo en su nuevo periplo. La vejez y la
soledad no se complementan sino que se
agravan recíprocamente. Por ello, la comprensión y el buen sentido deberían
evitar que la jubilación fuese un riesgo añadido a la estabilidad de la pareja.
De ahí la conveniencia de que la jubilación vaya precedida de cursillos que deberían organizar las
empresas en los que especialistas aconsejen como entrar con buen pie en la
nueva etapa y conseguir que se viva con júbilo como quiere el origen
etimológico de la palabra jubilación y hacer que ésta sea una liberación y no
una calamidad.
Sicólogos, sociólogos y gerontólogos pueden enseñar como sacar el máximo partido del nuevo rol que la
sociedad nos asigna para llenar de vida
los años que nos quedan y como hacer grata la compañía a quienes nos rodean.
La sociedad incurre en determinados pecados
de omisión cuyas consecuencias pagamos todos. Incomprensiblemente, nadie se
ocupa de preparar a los novios para el matrimonio ni a los cónyuges para la
paternidad. Así nos luce el pelo. No
cometamos el mismo error de dejar que cada jubilado se las apañe como
pueda. Va en ello la felicidad y el bienestar
de todos.
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