La génesis y desarrollo de las crisis económicas muestran con ofuscante claridad que son un producto propio e indisociable del sistema capitalista. Al conjugar la codicia humana con la libertad de la iniciativa privada sin regulación, surgen inevitablemente los excesos y malas prácticas, especialmente por los agentes financieros, amparados en el falso dogma de que los mercados se autocorrigen, razón por la cual se oponen a la intervención legal de sus operaciones.
La realidad, sin embargo, ha probado sin lugar a dudas que las entidades financieras, administradoras de caudales ajenos, impulsadas por el desmedido afán de lucro, son proclives a emprender operaciones de riesgo, como fueron las hipotecas basura “subprime”, rayanas en el engaño colectivo por decirlo suavemente, sin importar en casos extremos incurrir en el delito de apropiación indebida como mostró el famoso Madoff, hoy en prisión.
Los bancos tienen además el curioso privilegio de crear dinero mediante la titulización de sus activos. Los préstamos hipotecarios que conceden a sus clientes pueden ser vendidos, recuperando así la inversión y contar con nuevos medios para invertir nuevamente como ocurrió con las antes citadas, que estuvieron en el origen de la crisis desencadenada en 2007. Este proceso multiplicador es tan simple y arriesgado que la mente lo rechaza al decir de Galbraith.
Las crisis económicas germinan con la prosperidad, crecen con la euforia y estallan con los excesos. A semejanza del cáncer, producen metástasis, afectan a todo el sistema y revisten muchas variantes. Algo similar a lo que acontece en medicina cuando un individuo aparentemente sano sufre un infarto que le puede ocasionar la muerte si no es atendido de inmediato.
Como vemos en la crisis que padecemos, la falta de tratamiento preventivo y de un diagnóstico certero hace que las manifestaciones patológicas se aceleren y se propaguen. Los bancos restringen los créditos, la industria y el comercio carecen de financiación, el paro se extiende, la morosidad aumenta, el consumo se reduce, la bolsa se desploma y la actividad económica se contrae en una secuencia sin fin.
Por la misma razón de que no se detecta a tiempo el estallido de la burbuja, nadie se atreve a predecir el inicio de la recuperación, debatiéndose los bancos centrales entre la duda de mantener los estímulos fiscales y los bajos tipos de interés por temor a la inflación o retirarlos antes de tiempo y frenar en seco el proceso productivo. Lamentablemente, la economía no es una ciencia exacta y no ofrece recetas de validez general.
En este clima de incertidumbre, los medios de comunicación echan leña al fuego, afirmando una y otra vez que lo peor aún está por llegar con lo que se extiende la sicosis y pérdida de confianza que a su vez obstaculiza la reactivación. Por ello reaparece la vigencia de la recomendación de Roosevelt durante la Gran Depresión de 1929: “vencer el miedo al miedo”
Si se quiere impedir que las crisis sigan siendo recurrentes habrá que vencer la presión que ejercen los grupos oligárquicos, reacios a toda intervención de los organismos reguladores que pongan coto a la potencial comisión de abusos, a la opacidad de sus actividades financieras y a comprometerse en operaciones de alto riesgo, englobadas en conceptos tan vagos como la denominada arquitectura financiera.
Los bancos tienen además el curioso privilegio de crear dinero mediante la titulización de sus activos. Los préstamos hipotecarios que conceden a sus clientes pueden ser vendidos, recuperando así la inversión y contar con nuevos medios para invertir nuevamente como ocurrió con las antes citadas, que estuvieron en el origen de la crisis desencadenada en 2007. Este proceso multiplicador es tan simple y arriesgado que la mente lo rechaza al decir de Galbraith.
Las crisis económicas germinan con la prosperidad, crecen con la euforia y estallan con los excesos. A semejanza del cáncer, producen metástasis, afectan a todo el sistema y revisten muchas variantes. Algo similar a lo que acontece en medicina cuando un individuo aparentemente sano sufre un infarto que le puede ocasionar la muerte si no es atendido de inmediato.
Como vemos en la crisis que padecemos, la falta de tratamiento preventivo y de un diagnóstico certero hace que las manifestaciones patológicas se aceleren y se propaguen. Los bancos restringen los créditos, la industria y el comercio carecen de financiación, el paro se extiende, la morosidad aumenta, el consumo se reduce, la bolsa se desploma y la actividad económica se contrae en una secuencia sin fin.
Por la misma razón de que no se detecta a tiempo el estallido de la burbuja, nadie se atreve a predecir el inicio de la recuperación, debatiéndose los bancos centrales entre la duda de mantener los estímulos fiscales y los bajos tipos de interés por temor a la inflación o retirarlos antes de tiempo y frenar en seco el proceso productivo. Lamentablemente, la economía no es una ciencia exacta y no ofrece recetas de validez general.
En este clima de incertidumbre, los medios de comunicación echan leña al fuego, afirmando una y otra vez que lo peor aún está por llegar con lo que se extiende la sicosis y pérdida de confianza que a su vez obstaculiza la reactivación. Por ello reaparece la vigencia de la recomendación de Roosevelt durante la Gran Depresión de 1929: “vencer el miedo al miedo”
Si se quiere impedir que las crisis sigan siendo recurrentes habrá que vencer la presión que ejercen los grupos oligárquicos, reacios a toda intervención de los organismos reguladores que pongan coto a la potencial comisión de abusos, a la opacidad de sus actividades financieras y a comprometerse en operaciones de alto riesgo, englobadas en conceptos tan vagos como la denominada arquitectura financiera.
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