Por ello estamos obligados a establecer un orden de prioridades de modo que se satisfagan primero las consideradas básicas o de máxima urgencia y se pospongan las demás.
Estos principios de cordura tienen su aplicación en la distribución de los gastos particulares y sobre todo en el consumo e inversiones de los organismos públicos, porque de su eficiencia nos beneficiamos todos en caso de acierto o lo pagamos todos cuando se incurre en despilfarro.
Cuando, por ejemplo, una familia se monta en un tren de vida superior a lo que le permiten sus ingresos, se podrá endeudar de momento –si tiene quien le preste-, pero en un plazo más corto que largo no podrá cumplir sus obligaciones de pago y estará abocada a la quiebra y obligada a recortar drásticamente su nivel de gastos.
La calificación de las necesidades por orden de urgencia obedece a criterios subjetivos, y en caso de las administraciones públicas, de las que aquí nos ocupamos, la facultad de elegir entre unas y otras la delegamos en nuestros representantes políticos, que por tanto deben seleccionar en primer lugar aquéllas que produzcan el máximo provecho al mayor número de personas, dentro del margen que permiten los medios disponibles que, como es sabido, provienen fundamentalmente de los impuestos que pagamos como contribuyentes, y sin endeudarse en exceso.
Estos prudentes criterios no siempre son tenidos en cuenta, y con excesiva frecuencia son pasados por alto, y así se han acometido obras de infraestructura carentes de lógica, de utilidad limitada o de costes desmedidos, incompatibles con la estabilidad económico-financiera que anticipan o propician situaciones de crisis como la que ahora padecemos.
En la última década se ha extendido en España la idea disparatada de que nos habíamos vuelto ricos y tanto los ciudadanos como el Estado, con los recursos propios, los obtenidos de la UE, así como los provenientes de préstamos, nos hemos liado la manta a la cabeza y nos hemos endeudado hasta las cejas y lanzado a consumir e invertir alegremente. El Estado, por su parte, se embarcó en obras faraónicas de escasa o nula rentabilidad.
Gracias a este desmadre contamos con la más extensa red de ferrocarriles de alta velocidad de Europa y con la menor intensidad de tráfico; el mayor número de aeropuertos con la media más baja de viajeros (alguno de los aeródromos todavía no estrenó aviones). Al entrar en competencia la aviación, el ferrocarril y las líneas regulares de autobuses, la rentabilidad está bajo mínimos y su futuro se atisba complicado y oscuro.
Para evitar la caída en barrena, con los impuestos de todos subvencionamos a RENFE y a las compañías aéreas de bajo coste, en este último caso, en beneficio de usuarios pudientes como pueden ser turistas u hombres de negocios. Esto se llama beneficencia a la inversa. Si esto es un uso correcto de los fondos públicos, venga Dios y lo vea.
Tal panorama irracional y carente de sentido común abarca a toda España y nuestra comunidad autonómica no es excepción. Dígase si no qué justificación ampara la creación y mantenimiento de tres aeropuertos en una línea de 160 kilómetros unidos por ferrocarril y autopista, o un superpuerto en A Coruña y otro en Ferrol, el establecimiento de siete universidades, etc. etc.
Y a todo esto tenemos una Hacienda pública que se ve y se desea para hacer frente a sus pagos, asediada por los mercados, urgida de reformas a la brava por los organismos internacionales so pena de ser intervenida por la UE. Entre tanto, nadie asume responsabilidad por el estropicio, y los errores cometidos (en el mejor de los casos) no impiden que los políticos sigan pidiéndonos que los reelijamos. No me negarán que es para indignarse como nos piden dos nonagenarios que a su experiencia unen una lucidez envidiable: Stéphane Hessel y José Luis Sampedro.
Estos principios de cordura tienen su aplicación en la distribución de los gastos particulares y sobre todo en el consumo e inversiones de los organismos públicos, porque de su eficiencia nos beneficiamos todos en caso de acierto o lo pagamos todos cuando se incurre en despilfarro.
Cuando, por ejemplo, una familia se monta en un tren de vida superior a lo que le permiten sus ingresos, se podrá endeudar de momento –si tiene quien le preste-, pero en un plazo más corto que largo no podrá cumplir sus obligaciones de pago y estará abocada a la quiebra y obligada a recortar drásticamente su nivel de gastos.
La calificación de las necesidades por orden de urgencia obedece a criterios subjetivos, y en caso de las administraciones públicas, de las que aquí nos ocupamos, la facultad de elegir entre unas y otras la delegamos en nuestros representantes políticos, que por tanto deben seleccionar en primer lugar aquéllas que produzcan el máximo provecho al mayor número de personas, dentro del margen que permiten los medios disponibles que, como es sabido, provienen fundamentalmente de los impuestos que pagamos como contribuyentes, y sin endeudarse en exceso.
Estos prudentes criterios no siempre son tenidos en cuenta, y con excesiva frecuencia son pasados por alto, y así se han acometido obras de infraestructura carentes de lógica, de utilidad limitada o de costes desmedidos, incompatibles con la estabilidad económico-financiera que anticipan o propician situaciones de crisis como la que ahora padecemos.
En la última década se ha extendido en España la idea disparatada de que nos habíamos vuelto ricos y tanto los ciudadanos como el Estado, con los recursos propios, los obtenidos de la UE, así como los provenientes de préstamos, nos hemos liado la manta a la cabeza y nos hemos endeudado hasta las cejas y lanzado a consumir e invertir alegremente. El Estado, por su parte, se embarcó en obras faraónicas de escasa o nula rentabilidad.
Gracias a este desmadre contamos con la más extensa red de ferrocarriles de alta velocidad de Europa y con la menor intensidad de tráfico; el mayor número de aeropuertos con la media más baja de viajeros (alguno de los aeródromos todavía no estrenó aviones). Al entrar en competencia la aviación, el ferrocarril y las líneas regulares de autobuses, la rentabilidad está bajo mínimos y su futuro se atisba complicado y oscuro.
Para evitar la caída en barrena, con los impuestos de todos subvencionamos a RENFE y a las compañías aéreas de bajo coste, en este último caso, en beneficio de usuarios pudientes como pueden ser turistas u hombres de negocios. Esto se llama beneficencia a la inversa. Si esto es un uso correcto de los fondos públicos, venga Dios y lo vea.
Tal panorama irracional y carente de sentido común abarca a toda España y nuestra comunidad autonómica no es excepción. Dígase si no qué justificación ampara la creación y mantenimiento de tres aeropuertos en una línea de 160 kilómetros unidos por ferrocarril y autopista, o un superpuerto en A Coruña y otro en Ferrol, el establecimiento de siete universidades, etc. etc.
Y a todo esto tenemos una Hacienda pública que se ve y se desea para hacer frente a sus pagos, asediada por los mercados, urgida de reformas a la brava por los organismos internacionales so pena de ser intervenida por la UE. Entre tanto, nadie asume responsabilidad por el estropicio, y los errores cometidos (en el mejor de los casos) no impiden que los políticos sigan pidiéndonos que los reelijamos. No me negarán que es para indignarse como nos piden dos nonagenarios que a su experiencia unen una lucidez envidiable: Stéphane Hessel y José Luis Sampedro.
2 comentarios:
Felicidades por el artículo, por lo bien hilado y explicado que está .... Sentido común y criterio por doquier ...
Un abrazo
Berta
Muy interesante realmente el artículo, seguiré leyendo sus opiniones, gracias por compartirlas
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