Lo que no admite una explicación convincente es que el tope salarial quede al arbitrio de la propia corporación que, con toda probabilidad será proclive a complacer y halagar al mandamás. Es ilógico que las retribuciones de los cargos políticos dependan exclusivamente de ellos mismos en un ejercicio de Juan Palomo. Los caudales públicos no son “res nullius” ni bienes libres, y los gestores son elegidos para administrarlos con transparencia y escrupulosidad. Faltar a estas condiciones es traicionar la confianza depositada en ellos por los ciudadanos.
En este contexto causa sorpresa la discrecionalidad con que se retribuye a los ediles en concepto de dietas por asistencia a plenos o comisiones con cantidades que varían significativamente entre ayuntamientos sin que se conozcan los criterios empleados a tal fin, como serían, por ejemplo, el importe del presupuesto o la población del municipio.
Es indudable que el ordenamiento jurídico adolece de una laguna normativa al no regular la cuantía, o al menos los topes máximos salariales con cargo al presupuesto, así como el número de concejales con ocupación exclusiva. La ausencia de normas reglamentarias propicia la arbitrariedad y el abuso, en unos casos porque los candidatos van a la política “para forrarse” como declaró en un exceso de cinismo un diputado valenciano; en otros porque los protagonistas sobrevaloran el lucro cesante al aceptar la incompatibilidad del cargo con el empleo o profesión que tuvieran. Salvo escasas y honrosas excepciones la idea de servicio a la comunidad que en teoría es propia del ejercicio de la política, brilla por su ausencia.
Está claro que la dedicación y responsabilidad de gestionar los asuntos públicos merecen ser recompensados, pero es preciso convenir que la democracia ha encarecido la gestión a un ritmo superior al resultante de aplicar a los sueldos el IPC. Ya no se trata de asegurar una retribución digna al regidor, y si acaso al teniente de alcalde, sino de que otros concejales liberados, bien pertenezcan al partido de gobierno o al de la oposición figuren en la nómina, siendo así que su tarea resulta de difícil justificación y que en algunos casos es susceptible de entorpecer la burocracia, dada la redundancia con funcionarios de titulación adecuada para el desempeño de los distintos cometidos.
Cuando tanto se habla de regularizaciones de empleo, congelación de plantillas, moderación salarial y reducción del gasto público, ganaríamos todos con una mayor dosis de racionalidad en la gestión de las corporaciones locales, que son empresas a las que por obligación pertenecemos todos.
En este contexto causa sorpresa la discrecionalidad con que se retribuye a los ediles en concepto de dietas por asistencia a plenos o comisiones con cantidades que varían significativamente entre ayuntamientos sin que se conozcan los criterios empleados a tal fin, como serían, por ejemplo, el importe del presupuesto o la población del municipio.
Es indudable que el ordenamiento jurídico adolece de una laguna normativa al no regular la cuantía, o al menos los topes máximos salariales con cargo al presupuesto, así como el número de concejales con ocupación exclusiva. La ausencia de normas reglamentarias propicia la arbitrariedad y el abuso, en unos casos porque los candidatos van a la política “para forrarse” como declaró en un exceso de cinismo un diputado valenciano; en otros porque los protagonistas sobrevaloran el lucro cesante al aceptar la incompatibilidad del cargo con el empleo o profesión que tuvieran. Salvo escasas y honrosas excepciones la idea de servicio a la comunidad que en teoría es propia del ejercicio de la política, brilla por su ausencia.
Está claro que la dedicación y responsabilidad de gestionar los asuntos públicos merecen ser recompensados, pero es preciso convenir que la democracia ha encarecido la gestión a un ritmo superior al resultante de aplicar a los sueldos el IPC. Ya no se trata de asegurar una retribución digna al regidor, y si acaso al teniente de alcalde, sino de que otros concejales liberados, bien pertenezcan al partido de gobierno o al de la oposición figuren en la nómina, siendo así que su tarea resulta de difícil justificación y que en algunos casos es susceptible de entorpecer la burocracia, dada la redundancia con funcionarios de titulación adecuada para el desempeño de los distintos cometidos.
Cuando tanto se habla de regularizaciones de empleo, congelación de plantillas, moderación salarial y reducción del gasto público, ganaríamos todos con una mayor dosis de racionalidad en la gestión de las corporaciones locales, que son empresas a las que por obligación pertenecemos todos.
1 comentario:
Comparto tu planteamiento ... e incido en el final ... la labor de los políticos es gestionar un país, comunidad, ayuntamiento ... su labor principal es gestionar, como se gestiona una empresa ... Si este enfoque estuviese más extendido e interiorizado en la administración pública otro gallo nos cantaría.
Saludos
Berta
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