Un viejo político y presidente de la República griega, llamado George Papandreu, a sus setenta años se presentó a unas nuevas elecciones, dispuesto a seguir en el ruedo político porque, según declaró, los políticos y actores no se retiran nunca.
Efectivamente, ambas profesiones carecen de fecha de caducidad y manifiestan cualidades comunes que se potencian recíprocamente. La historia reciente registra dos casos elocuentes: uno fue el dos veces presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, que antes de dedicarse a la política participó como actor de reparto en algunas películas: el segundo fue el papa Juan Pablo II que en su juventud practicó el arte de Talía. Ambos vendieron sus dotes actorales para seducir a las masas. Y se reconocían y admiraban mutuamente. Una primera similitud entre actores y políticos es que ambos actúan cara al público, si bien los primeros lo entretienen con sus interpretaciones, en tanto que los segundos lo aburren o lo cabrean, con la variante de que la influencia que ejercen los actores termina con sus representaciones, en tanto que la de los políticos es más duradera y se ejercen a través de sus decisiones sin que los ciudadanos puedan sustraerse a sus efectos. Por ello los actores nunca pueden ser funestos, mas no así los que viven –y medran- con su actividad vocacional.
Otra afinidad entre dichas profesiones es que a los actores les jubila el público cuando deja de aplaudirles y quienes dedican su labor a la “res pública” terminan su carrera cuando los electores les retiran su confianza en las elecciones. En estos últimos se da con frecuencia el rechazo al retiro y prefieren morir con las botas puestas.
Cabe barajar distintas hipótesis para interpretar la persistente vocación de servicio que alegan. Una de ellas consistiría en reconocer que la dedicación a la política no requiere la concurrencia de especiales cualidades incompatibles con la longevidad. Aun cuando los políticos, por lo general, hablan pestes de la política, son infrecuentes los casos de quienes se despiden de ella por voluntad propia, más bien semejan adictos a lo que se ha dado en llamar erótica del poder.
Como esta posible explicación no parece demasiado convincente habrá que atribuir su empeño al irrefrenable espíritu de servicio a los demás que puede transformarse en sacrificio ajeno a su servicio. Tal debe ser la intención del poeta que en el siglo XIX escribió estos versos: “Aceptando una cartera/ el político don Luis/ dice que hace un sacrificio/ y es verdad, el del país”.
De ahí la responsabilidad que todos contraemos al otorgar nuestro voto a tal o cual candidato que desea gobernarnos. No puede decirse, sin embargo, que el acierto haya acompañado muchas veces a la selección de los elegidos a juzgar por cuantos han protagonizado escándalos de corrupción o han incurrido en los pecados que suelen imputárseles: amiguismo, clientelismos, nepotismo y transfuguismo.
La frecuencia con que se ve defraudada la confianza de los ciudadanos hace temer que abundan demasiado los corruptos y como son salidos de la sociedad hace pensar que el fallo radica en el organismo social que segrega tales especimenes, en cuyo caso se cumpliría la sentencia de que cada pueblo tiene los gobernantes que se merece. Me resisto a creer que nos merezcamos a los malandrines que pululan por los despachos oficiales.
Efectivamente, ambas profesiones carecen de fecha de caducidad y manifiestan cualidades comunes que se potencian recíprocamente. La historia reciente registra dos casos elocuentes: uno fue el dos veces presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, que antes de dedicarse a la política participó como actor de reparto en algunas películas: el segundo fue el papa Juan Pablo II que en su juventud practicó el arte de Talía. Ambos vendieron sus dotes actorales para seducir a las masas. Y se reconocían y admiraban mutuamente. Una primera similitud entre actores y políticos es que ambos actúan cara al público, si bien los primeros lo entretienen con sus interpretaciones, en tanto que los segundos lo aburren o lo cabrean, con la variante de que la influencia que ejercen los actores termina con sus representaciones, en tanto que la de los políticos es más duradera y se ejercen a través de sus decisiones sin que los ciudadanos puedan sustraerse a sus efectos. Por ello los actores nunca pueden ser funestos, mas no así los que viven –y medran- con su actividad vocacional.
Otra afinidad entre dichas profesiones es que a los actores les jubila el público cuando deja de aplaudirles y quienes dedican su labor a la “res pública” terminan su carrera cuando los electores les retiran su confianza en las elecciones. En estos últimos se da con frecuencia el rechazo al retiro y prefieren morir con las botas puestas.
Cabe barajar distintas hipótesis para interpretar la persistente vocación de servicio que alegan. Una de ellas consistiría en reconocer que la dedicación a la política no requiere la concurrencia de especiales cualidades incompatibles con la longevidad. Aun cuando los políticos, por lo general, hablan pestes de la política, son infrecuentes los casos de quienes se despiden de ella por voluntad propia, más bien semejan adictos a lo que se ha dado en llamar erótica del poder.
Como esta posible explicación no parece demasiado convincente habrá que atribuir su empeño al irrefrenable espíritu de servicio a los demás que puede transformarse en sacrificio ajeno a su servicio. Tal debe ser la intención del poeta que en el siglo XIX escribió estos versos: “Aceptando una cartera/ el político don Luis/ dice que hace un sacrificio/ y es verdad, el del país”.
De ahí la responsabilidad que todos contraemos al otorgar nuestro voto a tal o cual candidato que desea gobernarnos. No puede decirse, sin embargo, que el acierto haya acompañado muchas veces a la selección de los elegidos a juzgar por cuantos han protagonizado escándalos de corrupción o han incurrido en los pecados que suelen imputárseles: amiguismo, clientelismos, nepotismo y transfuguismo.
La frecuencia con que se ve defraudada la confianza de los ciudadanos hace temer que abundan demasiado los corruptos y como son salidos de la sociedad hace pensar que el fallo radica en el organismo social que segrega tales especimenes, en cuyo caso se cumpliría la sentencia de que cada pueblo tiene los gobernantes que se merece. Me resisto a creer que nos merezcamos a los malandrines que pululan por los despachos oficiales.
1 comentario:
En España afortunadamente no hay muchos actores que se metan a políticos. Eso sí, tenemos unos cuantos políticos que podrían perfectamente meterse a actores.
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