En general, las grandes religiones predican el amor al prójimo, la caridad y la austeridad de costumbres, así como el enaltecimiento de los pobres como fieles predilectos de las distintas creencias, mas los hechos no acompañan a las palabras, ni por parte de los representantes más cualificados, ni de la mayoría de los creyentes. Se hace alarde de lujo y suntuosidad en los lugares donde se rinde culto a los respectivos dioses, pero la solidaridad con los más necesitados brilla por su ausencia. Más bien puede afirmarse que allí donde predomina la religión la desigualdad es más patente, de lo que constituye una buena muestra el aspecto que ofrece el mundo musulmán.
Si trasladamos la atención a la religión cristiana y comparamos la doctrina y los hechos del Fundador con el ejemplo que dan las jerarquías eclesiásticas, el contraste no puede ser más demoledor. El centro del poder del catolicismo, el Estado Vaticano, rebosa opulencia y derroche, que en nada recuerda los humildes lugares escenarios de la primera predicación. Su imitación del ejemplo de Jesucristo es la pura negación del modelo. No en vano se dice que “vista Roma, fe perdida”. Desde el Papa, pasando por los cardenales y obispos, su aspecto no se parece en nada a la proverbial pobreza de Jesús. En su entorno, la modestia y humildad están ausentes. Por las calles romanas deambulan orondos prebostes de vestimenta talar y estómagos prominentes, a los cuales el ayuno y la abstinencia les son desconocidos.
Si los máximos representantes de la fe siguen este comportamiento, no sorprende que el ejemplo cunda en la cristiandad y por doquier se alzan suntuosas catedrales, mientras a poca distancia viven gentes en míseras chabolas y los palacios episcopales destacan por su amplitud y magnificencia. La misma contradicción entre lo que se proclama y lo que se practica hace que la desigualdad entre los creyentes sea la tónica dominante, con el pertinaz olvido del mandato evangélico “ama al prójimo como a ti mismo”. Por ello es lícito afirmar que donde la religión es omnipresente, la justicia social está ausente. Múltiples ejemplos podrían traerse a colación pero bastaría citar lo que ocurre en Iberoamérica, donde la desigualdad es extrema.
Cuando el papa Pablo VI inició las giras internacionales que su sucesor Juan Pablo II continuó multiplicadas para ser recibido en baño de multitudes, viajaba en avión especial rodeado del máximo confort y acompañado por una cohorte de religiosos y periodistas, incluido portavoz oficial, todo un despliegue de medios a distancia cósmica de la entrada de Jesús en Jerusalén a lomos de una borrica. Oh tempora! oh mores!, como exclamó Cicerón en sus “Catilinarias”.
Si trasladamos la atención a la religión cristiana y comparamos la doctrina y los hechos del Fundador con el ejemplo que dan las jerarquías eclesiásticas, el contraste no puede ser más demoledor. El centro del poder del catolicismo, el Estado Vaticano, rebosa opulencia y derroche, que en nada recuerda los humildes lugares escenarios de la primera predicación. Su imitación del ejemplo de Jesucristo es la pura negación del modelo. No en vano se dice que “vista Roma, fe perdida”. Desde el Papa, pasando por los cardenales y obispos, su aspecto no se parece en nada a la proverbial pobreza de Jesús. En su entorno, la modestia y humildad están ausentes. Por las calles romanas deambulan orondos prebostes de vestimenta talar y estómagos prominentes, a los cuales el ayuno y la abstinencia les son desconocidos.
Si los máximos representantes de la fe siguen este comportamiento, no sorprende que el ejemplo cunda en la cristiandad y por doquier se alzan suntuosas catedrales, mientras a poca distancia viven gentes en míseras chabolas y los palacios episcopales destacan por su amplitud y magnificencia. La misma contradicción entre lo que se proclama y lo que se practica hace que la desigualdad entre los creyentes sea la tónica dominante, con el pertinaz olvido del mandato evangélico “ama al prójimo como a ti mismo”. Por ello es lícito afirmar que donde la religión es omnipresente, la justicia social está ausente. Múltiples ejemplos podrían traerse a colación pero bastaría citar lo que ocurre en Iberoamérica, donde la desigualdad es extrema.
Cuando el papa Pablo VI inició las giras internacionales que su sucesor Juan Pablo II continuó multiplicadas para ser recibido en baño de multitudes, viajaba en avión especial rodeado del máximo confort y acompañado por una cohorte de religiosos y periodistas, incluido portavoz oficial, todo un despliegue de medios a distancia cósmica de la entrada de Jesús en Jerusalén a lomos de una borrica. Oh tempora! oh mores!, como exclamó Cicerón en sus “Catilinarias”.
1 comentario:
Creo que la fe cristiana empezó a perder el norte desde el mismo momento en que la hicieron religión oficial del imperio, allá por el siglo IV. La religión y el poder no hacen buena mezcla -en primer lugar porque la fe de cada persona para ser auténtica debe ser una decisión individual, no impuesta desde arriba. Pero si se trata además de una religión que profesa la caridad y la austeridad como es el caso, entonces el coqueteo con el poder y las riquezas no puede ser más chirriante y contradictorio.
No obstante, al hablar de la iglesia es justo acordarse también de aquellos que, lejos de las altas esferas, practican un tipo de vida sencillo y de servicio al prójimo. Son ellos quienes, en mi opinión, mantienen vivo el espíritu original.
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