Desde que la ciencia adquirió entidad propia y se desligó de la teología a fuerza de formular preguntas y desmontar mitos y leyendas, ha devenido en debeladora implacable del orgullo del hombre por creerse especie única semidivina, como le atribuyen las religiones monoteístas en el libro sagrado del Génesis.
En la lista de ataques a nuestro antropocentrismo, ocupa el primer lugar el asestado por el polaco Nicolás Copérnico (1473-1543) al postular que el Sol no gira alrededor de la Tierra como se sostuvo durante quince siglos desde que Tolomeo formuló la teoría geocéntrica, sino a la inversa.
Ya en el siglo XX, el paso siguiente lo dio el estadounidense Harlow Shapley (1885-1972) al descubrir que la Vía Láctea, a la que pertenece el sistema solar, además de ser mayor de lo que hasta entonces se creía, en ella el Sol no ocupa el centro ni nada de posición especial.
Más tarde, el también norteamericano Edward Hubble (1889-1953), usando el telescopio del Monte Wilson de 254 cm. (el mayor del mundo a la sazón) descubrió que nuestra galaxia no era única ni la mayor, sino una de los miles de millones que puebla el Universo.
En el orden cronológico es preciso volver al siglo XIX por haber sido testigo de la mayor acometida a nuestro narcisismo con la publicación en 1859 del libro “El origen de las especies” de Charles Darwin (1809-1882) que revolucionó las ideas establecidas acerca del origen de nuestra especie.
Finalmente, en fecha tan reciente como 2001 el Instituto Nacional de la Salud (INH) de EE.UU. junto con la empresa dirigida por el científico John Craig Venter descifraron el genoma humano y quedó claro que nuestro genoma coincide en un 99% con el del chimpancé. Solo esa insignificante diferencia nos distingue de los primates que fueron nuestros lejanos ancestros.
Por si aun quedaba algún motivo para mantener nuestro endiosamiento, el último asalto procedió del médico austriaco Sigmund Freud (1856-1939) con su teoría del psicoanálisis, al mostrar que nuestros actos no responden del todo a nuestro voluntad sino que están influidos por el subconsciente, con lo que perdemos el dominio del libre albedrío.
No somos el centro de nada ni nuestro origen es distinto del de las demás especies. ¿A qué podemos asirnos para sostener nuestro narcisismo? De pocas cosas podemos presumir para considerarnos un punto y aparte de la creación, pero es justo reconocer que ocupamos la cúspide piramidal de la evolución natural, que estamos dotados de inteligencia, comunicación simbólica, imaginación y fantasía y capacidad para prever las consecuencias de nuestros actos, cualidades todas ellas ausentes en los demás seres vivos.
No podemos olvidar, sin embargo, que las poseemos en cantidades limitadas en competencia con fuerzas instintivas que pueden ser vencedoras en la lid interna.
Inmersos en esta competencia, primamos con frecuencia el progreso material sobre el progreso ético con desarrollo asimétrico entre la inteligencia y los resultados de su aplicación, lo que se traduce, entre otras cosas, en el invento de armas más y más destructivas que favorecen los enfrentamientos intra especie y con el medio ambiente, en perjuicio de la convivencia pacífica y de la conservación de la naturaleza que nos sostiene, lo que implica la subordinación de la mente a la sinrazón.
En la lista de ataques a nuestro antropocentrismo, ocupa el primer lugar el asestado por el polaco Nicolás Copérnico (1473-1543) al postular que el Sol no gira alrededor de la Tierra como se sostuvo durante quince siglos desde que Tolomeo formuló la teoría geocéntrica, sino a la inversa.
Ya en el siglo XX, el paso siguiente lo dio el estadounidense Harlow Shapley (1885-1972) al descubrir que la Vía Láctea, a la que pertenece el sistema solar, además de ser mayor de lo que hasta entonces se creía, en ella el Sol no ocupa el centro ni nada de posición especial.
Más tarde, el también norteamericano Edward Hubble (1889-1953), usando el telescopio del Monte Wilson de 254 cm. (el mayor del mundo a la sazón) descubrió que nuestra galaxia no era única ni la mayor, sino una de los miles de millones que puebla el Universo.
En el orden cronológico es preciso volver al siglo XIX por haber sido testigo de la mayor acometida a nuestro narcisismo con la publicación en 1859 del libro “El origen de las especies” de Charles Darwin (1809-1882) que revolucionó las ideas establecidas acerca del origen de nuestra especie.
Finalmente, en fecha tan reciente como 2001 el Instituto Nacional de la Salud (INH) de EE.UU. junto con la empresa dirigida por el científico John Craig Venter descifraron el genoma humano y quedó claro que nuestro genoma coincide en un 99% con el del chimpancé. Solo esa insignificante diferencia nos distingue de los primates que fueron nuestros lejanos ancestros.
Por si aun quedaba algún motivo para mantener nuestro endiosamiento, el último asalto procedió del médico austriaco Sigmund Freud (1856-1939) con su teoría del psicoanálisis, al mostrar que nuestros actos no responden del todo a nuestro voluntad sino que están influidos por el subconsciente, con lo que perdemos el dominio del libre albedrío.
No somos el centro de nada ni nuestro origen es distinto del de las demás especies. ¿A qué podemos asirnos para sostener nuestro narcisismo? De pocas cosas podemos presumir para considerarnos un punto y aparte de la creación, pero es justo reconocer que ocupamos la cúspide piramidal de la evolución natural, que estamos dotados de inteligencia, comunicación simbólica, imaginación y fantasía y capacidad para prever las consecuencias de nuestros actos, cualidades todas ellas ausentes en los demás seres vivos.
No podemos olvidar, sin embargo, que las poseemos en cantidades limitadas en competencia con fuerzas instintivas que pueden ser vencedoras en la lid interna.
Inmersos en esta competencia, primamos con frecuencia el progreso material sobre el progreso ético con desarrollo asimétrico entre la inteligencia y los resultados de su aplicación, lo que se traduce, entre otras cosas, en el invento de armas más y más destructivas que favorecen los enfrentamientos intra especie y con el medio ambiente, en perjuicio de la convivencia pacífica y de la conservación de la naturaleza que nos sostiene, lo que implica la subordinación de la mente a la sinrazón.
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