En la extensa, profunda y prolongada crisis que nos aflige, es obvio que nadie sabe con certeza como paliar los daños colaterales que provoca el estancamiento económico. La ciencia lúgubre, como la llamó Carlyle, no ha encontrado aun la receta que prevenga o cure los espasmos cíclicos en que se desenvuelve la actividad humana.
Lo que nadie discute es que en tales circunstancias se impone la austeridad, lo que conlleva la supresión de los gastos improductivos y la reducción de costes empresariales para incrementar la productividad y mejorar la posición competitiva del sistema económico. Por supuesto que ello no será el bálsamo de Fierabrás, pero sí contribuirá a hacer menos dolorosos los efectos de la crisis y a adelantar la recuperación de la economía nacional.
Es evidente que cuanto mayores sean los recursos detraídos del consumo prescindible, mas serán los disponibles para inversiones que aumenten el bienestar y creen empleo en momentos en que el paro hace estragos y se convierte en el mayor de los problemas.
En el capítulo de gastos susceptibles de recibir el tijeretazo están, entre otros, la proliferación de asesores de los gobiernos central y autonómicos, teñidos de amiguismo y nepotismo; la publicidad institucional con la que a menudo se premia a los medios afines o para seducir a los que no lo son; la emisión de TVE las veinticuatro horas, con informativos que duplican los de otras cadenas autonómicas; la iluminación nocturna de los edificios oficiales; y los viajes institucionales que a veces parecen ignorar la existencia de las embajadas. Por supuesto que estos pasos no serán el bálsamo de Fierabrás para curar las heridas de la crisis y hasta puede que alguien las llame el chocolate del loro, pero tendrán al menos el valor de la ejemplaridad.
Estas medidas de ahorro deberían ir acompañadas de otras de moderación salarial en los tramos más altos, de aplicación inmediata, sin perjuicio de un tratamiento posterior a fondo de carácter general en aras de una homogenización y equidad del abanico salarial a fin de que las consecuencias de la recesión no recaigan como siempre sobre las espaldas de los más débiles.
Con una cifra de desempleados que rebasa los cuatro millones y un descenso del índice de precios al consumo que implica un riesgo de deflación, parece oportuna una contención selectiva de las rentas salariales con arreglo a dos criterios: que comenzase por los ministros, directores generales, altos cargos de organismos públicos y parlamentarios, y que el Ejecutivo promoviese iniciativas legislativas de tipo fiscal para que el ejemplo se extendiese a la empresa privada.
Se evitarían así espectáculos obscenos protagonizados por directores de grandes empresas como el presidente del BBVA al cobrar en 2008 la cantidad de 5,3 millones de euros, tanto como percibiría un mileurista en 378 años –y no es el que bate el record- al mismo tiempo que se pide a los trabajadores la congelación de sus sueldos.
Con un Gobierno de izquierda como se supone que es el que tenemos –aunque algunos de sus hechos lo desmientan- es inaceptable la coexistencia
de esas escandalosas remuneraciones con el salario mínimo en vigor.
Sin duda la macroeconomía precisa otras medidas de estímulo para compensar la inhibición inversora de la empresa privada. En este contexto, la Administración debería actuar con arreglo a un doble plan, a corto y medio plazo: a corto, como actuación urgente con el propósito de ralentizar el paro masivo; y a largo, con programas de infraestructuras educativas, sanitarias y de transportes que generan economías externas y propician un desarrollo económico sostenido.
Con relación a esto último, las Administraciones públicas central y autonómicas procurarán disponer de una cartera de proyectos elaborados para que cuando se cuente con los medios de financiación necesarios se puedan iniciar las obras sin demora.
En situaciones críticas como la presente, lo dicho no agota ni mucho menos el catálogo de medidas con las que revertir la tendencia depresiva del ciclo, y todas son pocas, pero al menos, las propuestas son fácilmente comprensibles y se apartan de las frases huecas tan socorridas que aluden a planes estratégicos y reformas estructurales sin mayor concreción.
Sin duda, todo lo que se haga debe estar inspirado en el propósito de contribuir al bienestar general, pero si faltasen las virtudes de la solidaridad y la justicia social, la superación de la crisis sería imperfecta y el mundo sería menos habitable.
Lo que nadie discute es que en tales circunstancias se impone la austeridad, lo que conlleva la supresión de los gastos improductivos y la reducción de costes empresariales para incrementar la productividad y mejorar la posición competitiva del sistema económico. Por supuesto que ello no será el bálsamo de Fierabrás, pero sí contribuirá a hacer menos dolorosos los efectos de la crisis y a adelantar la recuperación de la economía nacional.
Es evidente que cuanto mayores sean los recursos detraídos del consumo prescindible, mas serán los disponibles para inversiones que aumenten el bienestar y creen empleo en momentos en que el paro hace estragos y se convierte en el mayor de los problemas.
En el capítulo de gastos susceptibles de recibir el tijeretazo están, entre otros, la proliferación de asesores de los gobiernos central y autonómicos, teñidos de amiguismo y nepotismo; la publicidad institucional con la que a menudo se premia a los medios afines o para seducir a los que no lo son; la emisión de TVE las veinticuatro horas, con informativos que duplican los de otras cadenas autonómicas; la iluminación nocturna de los edificios oficiales; y los viajes institucionales que a veces parecen ignorar la existencia de las embajadas. Por supuesto que estos pasos no serán el bálsamo de Fierabrás para curar las heridas de la crisis y hasta puede que alguien las llame el chocolate del loro, pero tendrán al menos el valor de la ejemplaridad.
Estas medidas de ahorro deberían ir acompañadas de otras de moderación salarial en los tramos más altos, de aplicación inmediata, sin perjuicio de un tratamiento posterior a fondo de carácter general en aras de una homogenización y equidad del abanico salarial a fin de que las consecuencias de la recesión no recaigan como siempre sobre las espaldas de los más débiles.
Con una cifra de desempleados que rebasa los cuatro millones y un descenso del índice de precios al consumo que implica un riesgo de deflación, parece oportuna una contención selectiva de las rentas salariales con arreglo a dos criterios: que comenzase por los ministros, directores generales, altos cargos de organismos públicos y parlamentarios, y que el Ejecutivo promoviese iniciativas legislativas de tipo fiscal para que el ejemplo se extendiese a la empresa privada.
Se evitarían así espectáculos obscenos protagonizados por directores de grandes empresas como el presidente del BBVA al cobrar en 2008 la cantidad de 5,3 millones de euros, tanto como percibiría un mileurista en 378 años –y no es el que bate el record- al mismo tiempo que se pide a los trabajadores la congelación de sus sueldos.
Con un Gobierno de izquierda como se supone que es el que tenemos –aunque algunos de sus hechos lo desmientan- es inaceptable la coexistencia
de esas escandalosas remuneraciones con el salario mínimo en vigor.
Sin duda la macroeconomía precisa otras medidas de estímulo para compensar la inhibición inversora de la empresa privada. En este contexto, la Administración debería actuar con arreglo a un doble plan, a corto y medio plazo: a corto, como actuación urgente con el propósito de ralentizar el paro masivo; y a largo, con programas de infraestructuras educativas, sanitarias y de transportes que generan economías externas y propician un desarrollo económico sostenido.
Con relación a esto último, las Administraciones públicas central y autonómicas procurarán disponer de una cartera de proyectos elaborados para que cuando se cuente con los medios de financiación necesarios se puedan iniciar las obras sin demora.
En situaciones críticas como la presente, lo dicho no agota ni mucho menos el catálogo de medidas con las que revertir la tendencia depresiva del ciclo, y todas son pocas, pero al menos, las propuestas son fácilmente comprensibles y se apartan de las frases huecas tan socorridas que aluden a planes estratégicos y reformas estructurales sin mayor concreción.
Sin duda, todo lo que se haga debe estar inspirado en el propósito de contribuir al bienestar general, pero si faltasen las virtudes de la solidaridad y la justicia social, la superación de la crisis sería imperfecta y el mundo sería menos habitable.
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