En la antigüedad los dioses se comunicaban con los hombres por medio de profetas y legisladores para ilustrarles sobre el bien y el mal y dictarles normas sobre lo que era lícito e ilícito. A este grupo de iluminados pertenecen Moisés (siglo XIV a,C.), Confucio (551-479 a,C), Buda (560-480 a.C.) y Mahoma (570-632). Pero al parecer, entre sus inmensos poderes no estaba incluida la facultad de prever el futuro, y por tanto, sus mandatos y advertencias no pasaban de referirse a los asuntos que a la sazón eran por todos conocidos. Por ello, sus prohibiciones se limitaban a hechos y costumbres vigentes a la sazón que se juzgaban perjudiciales, por ejemplo, el homicidio, el robo o el engaño. Entre sus recomendaciones estaban las de practicar el bien, amarse los unos a los otros, y sobre todo, amar a sus dioses respectivos sobre todas las cosas. Curiosamente, no incluían en sus catálogos el deber de predicar con el ejemplo, o sea, amarse entre ellos, pero a ellos no se les pueden pedir explicaciones.
Lo que ocurre es que los dioses, que se suponen omniscientes, desconocían al parecer la forma y dimensiones del planeta y por ello no avisaron de la existencia del nuevo mundo, lo que indujo que al ser descubierto, se pusiera en duda la condición humana de sus indígenas.
Tampoco los dioses previeron que los humanos después de que Prometeo les robase el fuego y Adán mordiese el fruto del árbol del conocimiento, iban a desvelar muchos de los secretos que ellos habían ocultado, los cuales pondrían en entredicho sus revelaciones y algunos de sus mandatos.
Así ocurrió con la prohibición de Mahoma de consumir bebidas alcohólicas para evitar la embriaguez de los beduinos, pero dado que Alá les escamoteó la existencia de América, no pudo prevenir a sus adeptos contra el tabaco, no menos perjudicial que el alcohol. Como consecuencia, los musulmanes pueden fumar cuanto quieran sin temor a perder el derecho de entrada en el paraíso. Reducirán así la prevalencia de la cirrosis hepática pero no la del cáncer de pulmón y demás patologías conexas. Tampoco Alá advirtió a Mahoma del peligro de las drogas estupefacientes, por lo que el último omitió su consumo en la lista oficial de pecados. Algo que desacreditaría a cualquier vidente, no disminuyó un ápice la veneración y credibilidad de Alá, que sigue siendo grande y todopoderoso. De donde se deduce que los creyentes son más benévolos y tolerantes que sus dioses.
Un dato singular es que mientras la cuna de la humanidad se sitúa en Africa, la factoría de las grandes religiones hoy extendidas por todo el mundo, está radicada en Asia. Tal vez las divinidades hayan acordado conceder sus entrevistas en exclusiva a los habitantes de dicho continente.
A partir de Mahoma, las deidades se retiraron a sus lares en el empíreo, y los mortales, huérfanos de su asistencia, quedaron abandonados a su suerte, enfrentados a la responsabilidad de crear su propia axiología de valores, sin una instancia superior a la que acudir en busca de inspiración o refrendo a sus preceptos morales, o seguir ciegamente a las clases sacerdotales en sus interpretaciones de los textos sagrados para afrontar situaciones inéditas.
En los tiempos modernos, y especialmente durante el siglo XX se han dado pasos agigantados en el conocimiento de la naturaleza y del cosmos, lo que a su vez dio lugar a situaciones no contempladas antes, con repercusión en la vida cotidiana, que ponen a las religiones ante hechos nuevos que, en ocasiones dejan en entredicho los dogmas religiosos.
Como los dioses no actualizan su doctrina, en su ausencia los filósofos tomaron la palabra y crearon la ética que estudia y valora las acciones humanas. La ética establece un código de principios que determina si la conducta es buena o mala, admisible o inaceptable.
A medida que se suceden los avances en el conocimiento de las funciones y el tratamiento de las enfermedades, se fue haciendo necesaria la elaboración de criterios con arreglo a los cuales juzgar lo que es permisible y lo que debe ser prohibido de las nuevas posibilidades que ofrece la medicina y la investigación biológica. Así nació la bioética como una nueva rama de la ética, o sea ética de la vida. El término fue creado por el oncólogo estadounidense Va Rensselaer que lo utilizó en 1970 como título de un artículo.
El criterio fundamental que defiende la bioética se basa en el respeto a la dignidad de las personas, y al ser este término difícil de precisar y definir, ha devenido en opiniones encontradas entre quienes se aferran a sus creencias religiosas y quienes propugnan el uso de la tecnología en la solución de problemas en los que están en juego la felicidad, la salud o el sufrimiento de los seres vivos.
En fecha tan reciente como 1979, dos bioéticos norteamericanos, T.L. Beauchamp y J. F. Childress, establecieron cuatro principios rectores de la bioética, a saber: autonomía (que el individuo actúe de forma autónoma); beneficencia (obligación de respetar los legítimos intereses ajenos); maleficencia (abstenerse de actuar en daño o perjuicio de otros); y justicia (obligación de evitar las situaciones de desigualdad).
Los propios autores reconocen que los cuatro principios no son absolutos porque pueden colisionar entre sí, en cuyo caso habrá que determinar el orden de prioridades especificando las razones en cada situación.
La casuística es muy diversa y aumenta con la frecuente aparición de nuevas técnicas que inciden en la generación, la conservación y la extinción de la vida. Bastaría citar a título de ejemplo las siguientes cuestiones de candente actualidad que son objeto de agrias polémicas en los medios de comunicación:
- Fecundación asistida
- Clonación terapéutica
- Encarnizamiento terapéutico
- Penalización o despenalización del aborto
- Eugenesia
- Eutanasia
- Relaciones médico-paciente
- Derechos de los animales
En el tratamiento bioético de estos temas están implicadas consideraciones de tipo psicológico, jurídico, médico, político, sociológico, religioso y antropológico. De ahí la dificultad de concordar todas las opiniones al respecto. Solo el tiempo irá decantando las posiciones opuestas hacia un consenso social, si bien surgirán nuevas aplicaciones biomédicas que mantendrán viva la polémica. Es la consecuencia de la insaciable curiosidad del ser humano por traspasar los límites del saber.
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