Es ya un tópico que en el mundo industrializado vivimos en la sociedad del conocimiento. Por ello, la ciencia se ha constituído en un factor de primer orden con respecto al cambio social. Su presencia es clave para entender, plantear y resolver los problemas que nos preocupan. Influye sobremanera en temas tan diversos como la salud, la alimentación, las comunicaciones, el transporte, la energía y el medio ambiente, por citar solamente algunos de los más vitales. Ni la sociedad puede prescindir de la ciencia so pena de renunciar a su bienestar, ni la ciencia puede avanzar si carece de apoyo social. La interacción de ambas promueve el progreso económico, social y cultural.
Si en un pasado próximo, ciencia y tecnología han abierto nuevos horizontes al conocimiento de lo infinitamente grande como el universo y de lo infinitamente pequeño como son las partículas subatómicas, en la actualidad siguen siendo las herramientas indispensables para dar respuesta eficaz a los desafíos presentes, de los que son ejemplos los alimentos transgénicos, el cambio climático, la eliminación de residuos, el agotamiento de los combustibles fósiles como fuente de energía, el funcionamiento del cerebro, la obtención de nuevos materiales o el tratamiento curativo de enfermedades pandémicas como la tuberculosis, el paludismo o el sida. En definitiva, la ciencia ha de seguir progresando para arrebatar nuevos territorios a lo desconocido y hacer la vida más segura y agradable
Para que el conocimiento siga avanzando es preciso que nuestro pensamiento se aleje lo más posible de los tres enemigos capitales que lo acechan: la ignorancia, el sectarismo y el fanatismo.
La ignorancia explica, por ejemplo, que el presidente de Surafrica, Thabo Mbeki sostuviese durante años la inexistencia de relación entre la actividad sexual y el sida, y se opusiese al tratamiento médico con retrovirales, lo que causó cientos de miles de muertes innecesarias.
Al sectarismo se debe el rechazo del método científico sostenido por creencias mágicas o irracionales como es el caso de los Testigos de Jehová que se niegan a admitir las transfusiones de sangre aunque el enfermo fallezca. Muestras claras de sectarismo fueron los pronunciamientos de quienes, a poco de aparecer el sida, aseguraban que la nueva enfermedad era el castigo divino de los pecados de nuestro tiempo.
Y por último, solo desde el fanatismo se puede entender el empecinamiento en explicar, contra toda evidencia, las leyes de la naturaleza a partir de textos sagrados, que la creación del universo se produjo cuatro mil años antes de Cristo cuando la cosmología, por métodos experimentales, asignó al acontecimiento una antigüedad de 13.700 millones de años a partir del Big Bang En este contexto se inscribe la negativa durante mucho tiempo a admitir que la Tierra no es el centro del universo, aun después de que Copérnico invalidase la teoría geocéntrica de Tolomeo. El mismo valor tiene que en nuestros días mucha gente, sobre todo en Estados Unidos, patria natural o adoptiva de tantos premios Nobel de ciencia, siga oponiendo el creacionismo a la teoría de la evolución sin otra base que la mera rutina intelectual.
Generalmente las innovaciones científico-tecnológicas suscitan rechazo por motivos religiosos supuestamente de carácter moral. La polémica suele plantearse sobre todo en materias concernientes a las ciencias biomédicas porque afectan a conceptos esenciales de la vida, tales como la despenalización de aborto y la eutanasia, la permisividad del encarnizamiento médico, los trasplantes de órganos, la clonación terapéutica, la fecundación asistida el uso de anticonceptivos, la investigación con células madre, el diagnóstico preimplantacional para evitar la transmisión de enfermedades genéticas, etc. Un rasgo esencial entre científicos y creyentes es que mientras éstos buscan imponer su fe a los demás, en ocasiones a sangre y fuego, los primeros se limitan a proponer sus verdades (relativas) con argumentos sin obligar a nadie a compartirlas.
La posición acientífica ha trasladado a leyes prohibitivas esta materia, sin que esté clara la frontera entre lo lícito y lo ilícito, lo que ha llevado en algunos casos a que lo prohibido en un tiempo dejase de serlo más adelante, retrasando así los frutos esperados del progreso.
No deja de ser contradictorio y paradójico que las mismas personas y colectivos que ponen el grito en el cielo respecto a determinadas investigaciones biomédicas, guardan un respetuoso silencio cuando los gobiernos gastan cuantiosos recursos públicos en experimentar nuevos sistemas de armas que aumentan su letalidad.
La sociedad tiene el deber de someter estas cuestiones a un debate los más amplio posible, informado, serio, sereno y objetivo para determinar el posible control de la investigación científica sobre la vida y sus aplicaciones prácticas, de forma que se garantice el cumplimiento de normas éticas elaboradas por consenso a fin de que el progreso material no colisione con el progreso ético, decidiendo la cuestión, no en virtud de creencias religiosas no compartidas por todos, sino en función de que favorezcan la salud y el bienestar que nos acerquen a la meta de la felicidad a la que todos tenemos derecho a aspirar.
A este respecto, la bioética, rama desgajada recientemente de la ética que estudia el comportamiento en relación con la vida., contiene cuatro principios fundamentales a los que deben ajustarse las acciones humanas, y especialmente los actos médicos para ser moralmente aceptables.
El principio de autonomia asegura el derecho del individuo a actuar libre y responsablemente; el de beneficencia expresa el deseo de respetar los legítimos intereses y la voluntad ajenos; el de no maleficencia exige la abstención de acciones o actitudes que perjudiquen a los demás; y el de justicia predica el trato igual a los iguales y el desigual a los desiguales.
miércoles, 11 de febrero de 2009
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