lunes, 27 de junio de 2016

Guerra Fría



    Todos dábamos por cierta la versión oficial de que la guerra fría concluyó en 1991 con la implosión de la URSS,  pero en realidad siguió viva hasta nuestros días, si bien con espacios temporales y geográficos de latencia. En aquella fecha había motivos para creer que, derrotado uno de los contendientes, no tenía sentido continuarla, y que el victorioso  se contentaría con disfrutar las mieles del triunfo. Con la caída del comunismo desapareció la organización económica del bloque soviético llamado Comecon, y lo mismo la organización militar, el Pacto de Varsovia. La nueva Rusia en manos del dipsómano Boris Yeltsin, fácil de manipular, quedaba sometida a Occidente para sobrevivir a la debacle, una vez derrocado Gorbachov.
    Pero a Yeltsin le sucedió Vladimir Putin, un antiguo  espía de la KGB que supo encarnar las aspiraciones  del pueblo ruso de recuperar su papel de protagonista de la política mundial. Este proyecto despertó la suspicacia de EE.UU. que se sintió incómodo al quedar sin enemigo que combatir y justificar así el cuantioso gasto armamentístico, tan querido por el complejo militar industrial,  como lo denominó Eisenhower.
    La política de Yeltsin llevó a la desintegración  de la Unión Soviética y al nacimiento de la República Federal de Rusia y otras catorce naciones independientes. La primera sigue siendo el país más extenso del mundo, tiene una población de 150 millones de habitantes, posee el segundo mayor arsenal nuclear y ostenta el derecho de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU.
    Washington teme que Rusia pueda disputarle la hegemonía y para impedirlo mantiene una política de acoso que da lugar a que ambas potencias confluyan y choquen en diversos escenarios con situaciones que evocan las que produjo la Guerra Fría en sus peores momentos.
    Estados Unidos, usando como arma la Alianza Atlántica no pierde ocasión de acorralar y hostigar a su rival. Primero fue la reunificación  de Alemania tolerada por Gorbachov, después fue la adhesión a la OTAN de Polonia, los Países Bálticos, Hungría, Bulgaria y Rumania. Simultáneamente, Reagan aprobó el proyecto del escudo antimisiles so pretexto de defenderse de la amenaza nuclear de Irán, que Rusia siente como dirigida contra ella. Un reciente episodio consistió en la promesa de adhesión de Ucrania a la UE como primer paso para la incorporación a la OTAN. Cumplido el plan,  el territorio ruso no solo quedaría rodeado de  bases militares potencialmente enemigas, sino que la flota rusa perdería su base de Sebastopol y el acceso al Mediterráneo. El último acto de la campaña fue la realización de importantes maniobras militares en Polonia próximas a la frontera rusa en las que participaron numerosos países europeos, al mismo tiempo que siguen en vigor las sanciones impuestas por la UE como represalia por la virtual anexión de Crimea.
    En este clima de guerra fría han empeorado las expectativas  de una solución negociada de diversos conflictos, comenzando por el más sangriento que es el de las guerras civiles de Siria y Ucrania, así como la lucha contra el Estado Islamista, problemas todos ellos insolubles sin el acuerdo entre EE.UU. y Rusia que, logrado en el caso de Irán,  permitió su renuncia a producir armamento atómico.
    El temor a la destrucción mutua asegurada (MAD) por el posible empleo de armas nucleares evitó el estallido de la tercera guerra mundial, pero al coste de multiplicarse los conflictos bélicos llamados guerras de baja intensidad, alentados o sostenidos por las dos superpotencias, que cumplían dos objetivos complementarios: debilitar al rival y servir de polígonos de pruebas de nuevas armas.
    Desgraciadamente, seguimos sin aprender la lección de que para preservar la paz es tan indispensable el entendimiento de Washington y Moscú como poner fin a la Guerra Fría.

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