domingo, 12 de junio de 2016

Crisis del trabajo



    Acabo de leer “El fin del trabajo” (Paidos, colección Booket, Barcelona 2014), un libro en el que el renombrado economista norteamericano Jeremy Rifkin examina la situación del mercado laboral de su país referida a la última década del pasado siglo y extrae conclusiones que son válidas para los demás países desarrollados. Estamos inmersos en una fase avanzada de la tercera revolución industrial y el factor que más influye en ella es el progreso tecnológico.
    El creciente empleo de la informática, la robótica, la microelectrónica y la digitalización nos lleva a las máquinas programadas y autómatas cada vez más perfeccionadas que reducen los costes operativos y abaratan la producción. Como consecuencia, al sustituir las máquinas a la mano de obra, se produce el paro masivo, por la incapacidad del sistema económico de ofrecer ocupación a la población activa.
    El ritmo de evolución se agudiza en tiempos de crisis como la que estamos padeciendo, pero la destrucción de empleo y la precariedad laboral ya eran visibles y preocupantes en Estados Unidos y en España antes de que la burbuja inmobiliaria hiciera su aparición. Rifkin muestra con datos que los despidos masivos ya se daban antes de la crisis. Y no solo los despidos, la congelación y rebaja de salarios y la desprotección legal de los trabajadores, que se extendieron después a otras latitudes.
    Parece obvio que los redactores e inspiradores de la reforma laboral que el Gobierno aprobó en 2012, tuvieron en cuenta la situación sociolaboral de Estados Unidos, expuesta en la obra que comentamos, pues en aquel escenario estaban presentes los rasgos característicos del mercado de trabajo tales como el abaratamiento del despido, la dualidad del empleo fijo y eventual, el trabajo temporal sin límite de rotación y a tiempo parcial, la supresión de mejoras pactadas en convenios vencidos y la transformación forzada de asalariados en autónomos para eludir las cotizaciones de la seguridad social. No es extraño que el autor proponga reconocer la categoría estadística del subempleo en la que estarían incluidos  quienes tienen que aceptar empleo a tiempo parcial, por lo que no deberían llamarse ocupados, los cuales perciben ingresos de miseria. Sorprende que hasta las Administraciones públicas acuden a las nuevas formas de contratación y a la automatización de tareas para ahorrar personal  y consiguientemente, incrementar el paro tecnológico.
    Quienes impugnan los efectos negativos de la “tecnología cambiante” sobre el mercado laboral, sostienen que las innovaciones, además de propiciar aumentos espectaculares de productividad y el descenso de los precios, generarán suficiente demanda para impulsar la creación de más empleos que los que destruyen.
    No seré yo quien niegue la evidencia de las ventajas de todo tipo que proporcionan las nuevas tecnologías, pero la experiencia demuestra con rotundidad que la pérdida de puestos de trabajo es superior a los nuevos que crean. Primero fue la agricultura, el sector que experimentó la mecanización de las tareas, y los trabajadores desplazados solo en parte fueron absorbidos por la industria naciente. Más tarde, este sector experimentó el mismo proceso y mucha de la mano de obra cesante encontró acomodo en los servicios, pero a partir de mediados del siglo XX el sector servicios se vio afectado por la introducción de sistemas informatizados y procesos intensivos de automatización con una constante disminución de trabajo humano hasta llegar a la oficina virtual en la que una sola persona con un teléfono y un ordenador desempeña múltiples funciones. Las nuevas TIC crean muchos menos puestos de trabajo que los que dejan vacantes. Pensemos, por ejemplo, en el número de contratos de Facebook, a pesar de atender a 1.500 millones de usuarios o en los recortes sucesivos de plantillas de las compañías de telecomunicaciones y de la banca por medio de prejubilaciones y EREs.
    El resultado lo tenemos a la vista con casi cinco millones de parados según la última encuesta de población activa correspondiente al primer trimestre de 2016, sin que a lo largo de varios años  la tasa haya bajado del 20%. La UE contabiliza 23 millones de desempleados.
    Salir de esta situación va a requerir tiempo, esfuerzos, imaginación y una honda redistribución de la renta personal que atenúe la brecha social. Si los avances de la tecnología mejoran y mejorarán la productividad del trabajo, es injusto que beneficie solamente al capital. Si en España el PIB creció el 3,2% en 2015 y con un aumento de solo 0,70% de la masa salarial, no es de recibo que el capital se haya apropiado del 2,50% restante.
    Estamos abocados a un cambio de época en la que se impondrá el reparto del trabajo porque ha devenido escaso. Habrá que recurrir como medidas alternativas o complementarias a la reducción de la jornada laboral y a la mayor duración de las vacaciones. No pueden coexistir ocho horas para unos y ninguna para otros. Es imperativo conseguir que algunos trabajen menos para que otros trabajen también. Como reivindican las centrales sindicales italianas, “lavorare meno, lavorare tutti”
    Los futuros yacimientos de empleo estarán en  el sector de determinados servicios vinculados al Estado de bienestar  y relacionados con el ocio así como en la promoción y apoyo al llamado tercer sector que constituyen las asociaciones sin ánimo de lucro y ONG que ocuparán parte del tiempo libre.
    Para que el cambio sea factible y viable, es indispensable que el Estado disponga de los recursos económicos necesarios. Las nuevas fuentes de ingresos serán, además de las tradicionales, las de desplazar la carga tributaria que grava las rentas  del trabajo a las del capital, de forma que se consiga un reparto equitativo de la riqueza. Se deberán endurecer los impuestos sobre el vicio (tabaco, alcohol, juego y lujo), y tal vez otros  nuevos sobre grasas saturadas y tasas sobre el uso  y deterioro del medio ambiente, además de  combatir con la máxima eficacia el fraude fiscal. Hay indicios de que la opinión general respecto al cumplimiento de los deberes fiscales está cambiando, acentuándose la condena de la insolidaridad de los más ricos, al mismo tiempo que se reclama del Estado su función redistribuidora, a fin de lograr un reparto más equitativo de la riqueza y una efectiva igualdad de oportunidades. A tal fin se deben incrementar los impuestos sobre patrimonio y transmisiones a partir de un límite razonable.
    De conseguirse implantar estas reformas,  tendríamos una sociedad más justa, más preocupada por la pacífica convivencia y menos por medidas represivas y más prisiones.

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