domingo, 15 de noviembre de 2015

El fisco y el cisco



    Pagar impuestos es una de las obligaciones sociales que se incumplen más a menudo o, en todo caso, se cumplen de peor gana. Es la única obligación que a los españoles nos exige la Constitución. Bueno, realmente nos impone dos, la segunda es la de contribuir a la defensa de la patria, si bien desde que se abolió el servicio militar obligatorio, ha quedado desdibujada.
    Los impuestos son indispensables para la existencia y funcionamiento de los servicios públicos, financiar las infraestructuras y ayudar a la redistribución de la renta, a fin de evitar la desigualdad extrema de las familias. Son, en definitiva el principal instrumento de que dispone el Estado para justificar su razón de ser. Por eso se ha dicho, con razón, que los impuestos son lo que pagamos por vivir en un país decente.
    Para combatir la natural resistencia de los ciudadanos al cumplimiento de sus deberes tributarios, la ley que los exige debe cumplir ciertos requisitos como constan en el art. 131 de la Carta Magna, tales como equidad, progresividad, proporcionalidad y eficiencia. Frente a estas exigencias, el contribuyente está legitimado para reclamar a la Administración que el gasto sea aplicado a los objetivos marcados por los representantes del pueblo libremente elegidos, que se eliminen los gastos suntuarios mientras existan colectivos sociales en estado de necesidad, y todo en un plano de publicidad, transparencia y rendición de cuentas.
    En cumplimiento de tales objetivos, los Estados se dotarán de mecanismos legales que dificulten, impidan y, en todo caso, sancionen a los contraventores. La defraudación fiscal es un delito contra el Estado, un robo a todos, por más que no siempre sea contemplada como tal legalmente. Si los que más tienen omiten su contribución, los demás verán incrementadas sus cargas fiscales.
    Tales comportamientos ilícitos no tienen una penalización semejante a otros delitos comunes, sin que se aporten razones convincentes que justifiquen la diferencia de tratamiento.
    He aquí algunos ejemplos al respecto: El hurto es una falta si los sustraído tiene un valor que no supera los 400 euros. Pero a partir de esta cantidad se convierte en un delito susceptible de llevar aparejada pena de prisión. El fraude fiscal solamente se configura como delito a partir de 120.000 euros, tras un largo proceso garantista, y en caso de condena el autor puede fraccionar la deuda. Antes de la implantación del euro en 2000, el límite para delinquir por fraude fiscal eran quince millones de pesetas (alrededor de 88.000 euros) y el plazo de prescripción, de cinco años. Con la nueva moneda el tope pasó a 120.000 euros y la prescripción se recortó a cuatro años. El fisco se muestra generoso con quienes rehúyen su aportación al erario.
    Cuando un ladrón es detenido “in fraganti”, su nombre aparece en la crónica de sucesos, mas si se trata de un defraudador, su nombre no se menciona en los medios de comunicación. Y cuando Hacienda decretó la amnistía fiscal , sus beneficiarios no vieron publicados sus datos personales ni lo que pagaron, anonimato que también  se concedió a los integrantes de la lista de 659 evasores que fueron denunciados por el ex empleado del HSBC, Hervé Falciani,  por haber abierto cuentas ocultas en aquella entidad.
    Para acabar con el anonimato de los delincuentes fiscales, el ministro Montoro (el padre de la amnistía fiscal) amenazó con hacer pública la relación de deudores a Hacienda después de ofrecerles un cómodo plazo para regularizar sus cuentas. Finalmente la fecha se pospuso al 1º de enero de 2016 incluyendo solamente a aquellos cuyo débito exceda de un millón de euros.
    El derecho a la privacidad existe pero no su universalidad. Que somos iguales ante la ley lo proclama la Constitución pero que alcance a todos es otro cantar. Como las leyes no están hechas por los ricos, es natural que no les beneficien.

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