viernes, 18 de septiembre de 2015

Eutanasia



De vez en cuando, los medios de comunicación se hacen eco del fallecimiento demorado de personajes de renombre a los que los médicos le han alargado la vida de forma antinatural, y entonces renace la cuestión irresuelta de la eutanasia, que en su origen etimológico significa muerte perfecta.

    Ejemplo de estas situaciones fue la protagonizada por el Papa Juan Pablo II. Sus dolencias venían de atrás y se fueron agravando. El 31 de marzo de 2005 empeoraron con fiebre muy alta, caída de tensión y molestias por la sonda nasogástrica que le fue inserida dos días antes para facilitar la alimentación. Se encontró incapaz de articular palabra. No obstante, el portavoz del Pontífice, el español opusdeista Joaquín Navarro-Valls, declaraba el día siguiente que el Papa se encontraba consciente, muy lúcido y sereno. Lo cierto es que su estado de salud en su fase final fue una pura escenificación televisiva de su agonía hasta que falleció el 2 de abril.

    Otro caso de gran resonancia mediática tenía lugar al mismo tiempo en el minúsculo Estado de Mónaco. El príncipe Rainiero III había sido operado de corazón en 1994 y 1999 y del pulmón en 2000. El 7 de marzo de 2005 fue hospitalizado y sometido a tres diálisis renales, y desde el 24 fue sometido a respiración artificial debido a complicaciones broncopulmonares, cardíacas y a una insuficiencia renal aguda. Los desvelos de los médicos por alargar su vida (si así puede llamarse) más que hasta el 6 de abril en que sus ojos se cerraron para siempre.

    En tiempos pasados el problema no revestía la virulencia y frecuencia que presenta en nuestros días, porque últimamente la medicina ha ganado más terreno en la prolongación artificial de la vida que en dotarla de un grado mínimo de calidad que la haga deseable.

    De ahí la conveniencia de que la sociedad afronte un debate sereno, abierto, plural y objetivo del que salgan criterios o principios por consenso que oriente a la clase médica y a la ciudadanía en general para encarar el drama de los enfermos terminales  que, presas de dolores atroces no pueden expresar el deseo de poner fin a su agonía.

    No puede entenderse la dignidad de la muerte separada de la dignidad de la vida, pues ambas son parte indisociable de un todo, como las dos caras de una misma moneda. Alargar la vida de un enfermo incurable, transido de dolor o en estado vegetativo irrecuperable, es más un acto de tortura que una práctica médica. Por ello es necesario evitar el encarnizamiento terapéutico sin esperanza de curación. En esos casos lo que parece más indicado es la práctica de cuidados paliativos y sedar al enfermo aunque ello implique adelantar el fin de sus días. Por ausencia de este debate hemos visto procesos injustos como el que se dio en el hospital Severo Ochoa de Madrid. Una denuncia anónima acusaba al personal médico de supuestas actuaciones irregulares consistentes en la dispensación de calmantes a enfermos terminales para adelantar su fallecimiento, lo que llevó al consejero de Sanidad a apartar del cargo al jefe de urgencias y a la destitución del gerente y del director médico hasta que una sentencia judicial absolutoria les rehabilitó.

    En cualquier caso, nadie discute que la eventual legalización de la eutanasia así activa como pasiva debe ajustarse a determinadas garantías, en prevención de posibles abusos, según la pauta marcada por varias legislaciones europeas.

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