miércoles, 3 de julio de 2013

Bajar o subir impuestos



    En los años que llevamos sufriendo los azotes de la crisis se ha recrudecido la polémica entre partidarios y detractores de aumentar o disminuir impuestos como medio de combatir la recesión y sus efectos perniciosos.
    Digamos ante todo, que si Hacienda no recauda lo suficiente para cumplir sus fines, peligran las prestaciones sociales y las infraestructuras que se consideran indispensables para vivir en lo que entendemos por Estado de bienestar, de corta vida en España, pero al que nadie quiere renunciar. Digamos también que la subida de impuestos se identifica con la ideología de izquierda y la presión para rebajarlos proviene de la derecha porque no va con sus principios la corrección de la desigualdad que acentúan los mecanismos del libre mercado.
    Siendo un hecho que la presión fiscal en España está ocho puntos por debajo de la media de la UE-15, al no tener justificación tal diferencia, no se trata de discutir si el nivel impositivo debe ser mayo o menor, sino más bien de qué elementos podrían variar, o dicho más claramente, si se debe incidir más en los impuestos directos o los indirectos. La cuestión no es baladí, pues lleva implícita la noción de equidad dominante en la sociedad. Los directos recaen sobre las rentas percibidas y los componentes de mayor volumen son el IRPF y el de Sociedades. Los indirectos gravan los gastos de consumo y su principal componente es el Impuesto de Valor Añadido (IVA). Para apreciar la diferencia entre ambos digamos que cuando pagamos el IRPF es porque hemos tenido ingresos por encima del mínimo exento, en tanto que al comprar una barra de pan, o un medicamento o los libros de texto, al satisfacer el IVA correspondiente no se distingue si ello desequilibra más o menos nuestro presupuesto; el importe es el mismo para ricos y pobres; iguala a los desiguales.
    El IRPF es el impuesto más equitativo porque paga más quien más gana, y además no es repercutible, de modo que no crea tensiones inflacionistas, al contrario del IVA cuyo importe se añade al precio y alimenta el IPC. El IRPF tiene otra ventaja adicional consistente en que la información de que dispone o puede disponer  la Agencia Tributaria le permite detectar el fraude, prácticamente imposible de los salarios por el control ejercido sobre las nóminas, pero mucho más fácil de ocultar tratándose de las rentas del capital (beneficios empresariales, intereses, alquileres, etc...). Por ello no es aventurado pensar que con el tiempo se convierta en un impuesto único, y cuando menos, que sea la fuente principal de los ingresos públicos.
    En cuanto a la rebaja de los tipos, sus efectos reactivadores de la economía no están corroborados por la experiencia. Normalmente, lo ganado en el IRPF suele dirigirse al consumo o al ahorro, en tanto que Hacienda invierte sus recursos en actividades públicas de interés general.
    Para que el impuesto de la renta rinda todos sus efectos potenciales de equidad y capacidad recaudatoria, se requiere una reforma a fondo del mismo que purgue los defectos de que adolece: reforzar su progresividad, dar trato igual a las rentas del trabajo y del capital, intensificar la lucha contra el fraude –huérfana de resuelta voluntad política para eliminarlo–, publicar periódicamente las estimaciones objetivas de la elusión fiscal y de la economía sumergida, impedir el empleo de sociedades interpuestas para tributar menos, y finalmente, depurar las bonificaciones, exenciones y deducciones normativas que reducen considerablemente la cuota a pagar.
    Si se empleasen a fondo las medidas expuestas cabría rebajar las tarifas del IVA y después las del IRPF, sobre todo las aplicables a las rentas más bajas, pero no antes de perfeccionar el sistema impositivo para dotarlo de mayor equidad.
    Lamentablemente, los distintos gobiernos democráticos –y no hablemos de los de la dictadura- miraron para otro lado a la hora de corregir los fallos de inequidad de las leyes fiscales, y hasta los sindicatos, necesitados de un “aggiornamento” democrático, no se distinguen por su combatividad en favor de la justicia distributiva. Las consecuencias las sufren por el desafecto de muchos trabajadores y la escasa afiliación a los mismos.
    Digamos, por último, que la pertinencia de bajar o subir impuestos queda supeditada a la coyuntura económica del país a fin de que la medida tenga eficacia anticíclica. Cuando la economía se halla en su fase alcista, puede subir la fiscalidad, mas si padecemos una prolongada etapa de recesión, como ahora, la mayor presión fiscal contribuye a retrasar la reactivación. Como se ve, lo contrario de lo que hicieron los últimos gobiernos. Así estamos donde estamos.

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