martes, 16 de julio de 2013

18 de julio



    Para quienes peinamos canas –si quedan algunas que peinar- es lógico que tengamos en nuestra mente muchas fechas evocadoras de acontecimientos que marcaron nuestras vidas, empero, es probable que ninguna supere la carga emotiva del 18 de julio de 1936 de nefasta memoria. Y puede que no tanto por lo que cada uno experimentó ese día, sino como comienzo de una guerra fratricida que durante tres largos años ensangrentó los campos y ciudades de España, y una vez concluida abrió una profunda brecha entre vencedores y vencidos. Una brecha que permaneció abierta hasta la promulgación de la Constitución de 1978 que supuso el paso de una época a otra, conocido por la transición política.
    Atrás quedaban la hambruna de 1940 y 1941, el racionamiento de alimentos hasta 1953, el estraperlo, los miedos de los “fuxidos”, los salvoconductos gubernativos para  desplazarse de una provincia a otra, el canto forzoso del “Cara al sol” después de misa, los largos años de duración del servicio militar obligatorio, y tantos y tantos recuerdos ominosos grabados a fuego en nuestra memoria desde la infancia.
    A lo largo de muchos años mantuvo su vigencia la división de las dos Españas. Las leyes abandonaron a su suerte a quienes militaron en la llamada “zona roja” o profesaron las ideas de la República, frente a las ventajas y privilegios otorgados a los “caídos por la patria”, “excombatientes”,  “mutilados por la patria”, “excautivos”, nombres y categorías felizmente tragados por el olvido.
    No es cosa de revivir esos hechos con rencor, tanto por lo lejano que quedan en el tiempo, como porque se han restañado las heridas y logrado la reconciliación de los españoles. Mas no conviene olvidar o ignorar cómo se fraguó la locura homicida, sobre todo los jóvenes y menos jóvenes para no volver a incurrir en los mismos errores, porque, como advirtiera el filósofo George Santayana, “los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”. A todos nos incumbe el deber de preservar el bien supremo de la paz fundamentada en la justicia. Que el horror sufrido por sus padres y abuelos sea aviso y recordatorio para evitar la incomunicación y la intolerancia que nos llevó a la tragedia.
    El estallido de la Guerra Civil –que tuvo mucho de incivil- fue inevitable porque las minorías dirigentes perdieron el sentido de la responsabilidad y en distintos campos cerraron los cauces de la negociación que podrían haber salvado las diferencias con transacciones mutuas en pro de un país más justo de lo que lo era España antes del desastre. No hemos tenido la suerte de contar con un Mandela que diera paso a la sensatez.
    Como la verdad ayuda a comprender el pasado y a disculpar los fallos, echo de menos para completar la reconciliación de la familia española el conocimiento real de cómo se desarrollaron los diferentes episodios y las consecuencias derivadas del atroz enfrentamiento. Para ello, es preciso abrir los archivos oficiales a los historiadores a fin de documentar el relato objetivo de lo que aconteció sin apriorismos partidistas. Valga citar, por ejemplo, el número de muertos de ambos bandos en la guerra y la posguerra, cuánto costó y como se financió el conflicto armado por ambas partes, por qué la lucha  duró tres años, etc. Transcurridos 77 años, debería ser plazo más que suficiente para encarar los hechos con imparcialidad sin abrir heridas ya cicatrizadas.

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