domingo, 17 de marzo de 2013

Discriminación de la mujer



    Una de las injusticias más persistentes cometidas por la humanidad a lo largo de los siglos es el maltrato de que fueron objeto –y son las mujeres.

    La imputación puede hacerse extensiva a todas las sociedades, pero es paradójico que las religiones en general y las monoteístas en particular, que pretenden ser referentes morales, dan ejemplo de todo lo contrario, en lo que a la subordinación y exclusión de la mujer se refiere.

    Ateniéndonos al caso de la religión católica, la discriminación que practica con el sexo femenino tiene mil manifestaciones, siendo la más injusta además de despectiva, la que representa la prohibición de la ordenación sacerdotal, so pretexto de razones carentes de fundamento.

    A este respecto, choca con la realidad el mantenimiento de tal medida en una época que registra una tendencia imparable al reconocimiento de la igualdad de derechos de ambos sexos.

    Por ello resulta incomprensible que el papa emérito Benedicto XVI  al reformar el 15 de julio de 2010 el código para endurecer las penas de los delitos más graves que pueden cometerse en el seno de la Iglesia, incluyera, junto a la pederastia y la pornografía infantil, la ordenación sacerdotal de mujeres. Es una equiparación que ofende la sensibilidad y rechaza el sentido común. Veremos si el nuevo papa elegido hace escasos días tiene algo diferente que decir al respecto.

    El origen del menosprecio de la mujer es muy antiguo y se apoya en prejuicios tan subjetivos como carentes de justificación. La denigración de la mujer comienza en el Génesis, al establecer que Dios creó a Adán y para que no se sintiera solo, le envió a Eva, a modo de complemento de lo esencial. Esto se repite con la tesis de que el pecado de Adán se produjo por instigación de Eva para que comiese la maldita manzana y ser por ello expulsados del paraíso.

    Aristóteles fue el primero en sostener la inferioridad de la mujer en base a que tenía menos dientes que el varón, sin haberse tomado la molestia de contar los de la boca de su esposa para no incurrir en tan ridícula aseveración.

    Tal vez la absurda observación aristotélica dio pie a San Agustín, el más misógino de los santos, para hacerse la pregunta en la “Ciudad de Dios” de que el diablo no se dirigió a Adán sino a Eva, y el mismo se da la respuesta de que Luzbel se dirigió a la parte inferior de la pareja humana porque creyó que el varón no sería tan crédulo.

    El mismo San Agustín dirigió sus dardos al sexo opuesto al atribuirle la causa de que el hombre fuese “un ser empecatado”, juicio que se explica por su juventud disoluta y su desastrosa experiencia sexual, como recoge en sus “Confesiones”.

   Su intemperancia le llevó a expresar la afirmación de que “el marido ama a la mujer porque es su esposa, pero la odia porque es mujer”. Una verdadera temeridad.

    A partir del obispo de Hipona asistimos a un extenso florilegio de opiniones adversas al sexo femenino de hombres canonizados como Santo Tomás, San Juan Damasceno o San Alberto Magno.

    El “Doctor Angélico”, guía espiritual de los católicos, opina que, “si el sacerdote fuera mujer, los fieles se excitarían al verla, sin plantearse la reciprocidad de que las jóvenes se excitasen en presencia de un cura guapo. Con una clara animadversión hacia la mujer, considera que ésta es un varón fallido y sostiene que debe someterse al marido como su amo y señor, que tiene “inteligencia más perfecta y virtud más robusta”.

    Para San Juan Damasceno, la mujer es “una burra tozuda, un gusano terrible en el corazón del hombre, hija de la mentira, centinela del infierno”. Es difícil imaginarse mayor injuria de alguien que sería elevado a los altares.

    Por su parte San Alberto Magno afirma que “la mujer tiene la naturaleza incorrecta y defectuosa”. Con tan infamantes juicios de los mejores pensadores católicos no pueden extrañarnos los excesos dialécticos y comportamientos de machistas recalcitrantes.

    Cuando una determinada situación, por absurda, excluyente e injusta que sea, se mantiene mucho tiempo, se torna normal, y se da la paradoja de que no solo es admitida y defendida por los favorecidos o privilegiados, sino con no menor ahínco por quienes sufren las consecuencias del desorden. Tal es el caso de las mujeres que, a pesar del trato vejatorio de santos varones y que mantiene la jerarquía eclesiástica, son las más fervorosas creyentes y llenan los templos y los conventos, en mayor número que los frailes. Es inevitable evocar la actitud de quienes en India sufren los rigores de la separación de castas y así los intocables no se oponen al orden establecido por más inicuo que sea.

    No le falta razón a la teóloga Uta Ranke Heinemann al decir que de los innumerables pecados cometidos a lo largo de su historia, de ningún otro deberían arrepentirse tanto las Iglesias como del pecado cometido contra la mujer.

    Tanto Juan Pablo II como su sucesor, han pedido perdón por distintos hechos protagonizados por la Iglesia –los horrores de la Inquisición y la persecución de Galileo- entre otras, empero Benedicto XVI no mostró indicios de seguir el mismo camino con respecto a la conducta de la Jerarquía con respecto al sexo débil.

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