Suele denostarse el siglo XIX por sus repetidas guerras civiles, la inestabilidad política y la pérdida de nuestro imperio colonial (que no es poco) pero a fuer de justos y objetivos, hay que reconocer la tarea de modernización llevada a cabo en ese período de tiempo.
En una somera enumeración de objetivos es preciso reconocer notables logros, de los que en parte seguimos viviendo, de modo que, sin admitir que cualquier tiempo pasado fue mejor, tampoco debemos caer en el error de creer que todo lo bueno que tenemos es obra nuestra a partir de ayer.
Citemos, por ejemplo, el ordenamiento jurídico que en buena parte sigue vigente a partir del Código Civil y del de Comercio, promulgados a finales de dicha centuria. Ambos cuerpos legales han resistido el paso del tiempo y siguen rigiendo nuestra relación contractual y nuestra actividad mercantil, si bien, como es lógico, a costa de sufrir reformas parciales, parches, enmiendas y adherencias que complican la actividad de los juristas, sin que, no obstante, el legislador se haya atrevido a sustituirlos.
Heredamos de dicho siglo el ordenamiento territorial con la división provincial y municipal como la conocemos después de 177 años, y heredamos también la red ferroviaria y de carreteras, así como la implantación de la peseta, que estuvo en circulación desde 1868 hasta 1999. Pero los años no pasan en balde y la sociedad es dinámica.
Si el ordenamiento jurídico ha de ajustarse a la realidad de cada momento, forzosamente ha de actualizarse. No puede afirmase que esta adecuación haya sido asumida por los distintos gobiernos ni por los cuerpos legislativos que, por indolencia o por intereses, no se han remozado aquellas disposiciones, claramente obsoletas, o han hecho oídos sordos a la necesidad de adoptar medidas legislativas de interés general.
En el primer caso destaca, por ejemplo, la urgencia de modificar la absurda división territorial que comporta la existencia de más de 8.000 municipios, la mitad de los cuales, con una población menguada, no dispone de medios para prestar los servicios básicos, o el mantenimiento de las diputaciones provinciales que con el Estado de las autonomías han devenido claramente disfuncionales, emparedadas entre los gobiernos autonómicos y los ayuntamientos.
Entre las leyes cuya ausencia se hace notar en el desarrollo económico y la calidad del Estado del bienestar citaría la de la reforma fiscal que encarne los principios consagrados por la Constitución, es decir, la igualdad y progresividad, y que proporcione a la Hacienda los recursos necesarios para una auténtica redistribución personal de la renta y el sostenimiento del Estado del bienestar. Otra ley demorada regularía una suerte de reforma agraria con tratamiento específico de los latifundios del sur de España y la micropropiedad del Norte, con especial incidencia en Galicia.
Si hubiera voluntad política, no serían estas las únicas reformas pendientes sino un catálogo de ellas que movilizarían la capacidad de trabajo de las Cortes y la iniciativa del Ejecutivo.
Bastaría sacar a colación la necesidad de regular la energía, la educación, la democracia interna y la financiación de los partidos, la de la ley electoral y el derecho de trabajo, entre otras de menor calado.
Si queremos que España sea un país moderno, democrático, próspero y justo, estos cambios deberían formar parte de los programas electorales de los partidos.
En una somera enumeración de objetivos es preciso reconocer notables logros, de los que en parte seguimos viviendo, de modo que, sin admitir que cualquier tiempo pasado fue mejor, tampoco debemos caer en el error de creer que todo lo bueno que tenemos es obra nuestra a partir de ayer.
Citemos, por ejemplo, el ordenamiento jurídico que en buena parte sigue vigente a partir del Código Civil y del de Comercio, promulgados a finales de dicha centuria. Ambos cuerpos legales han resistido el paso del tiempo y siguen rigiendo nuestra relación contractual y nuestra actividad mercantil, si bien, como es lógico, a costa de sufrir reformas parciales, parches, enmiendas y adherencias que complican la actividad de los juristas, sin que, no obstante, el legislador se haya atrevido a sustituirlos.
Heredamos de dicho siglo el ordenamiento territorial con la división provincial y municipal como la conocemos después de 177 años, y heredamos también la red ferroviaria y de carreteras, así como la implantación de la peseta, que estuvo en circulación desde 1868 hasta 1999. Pero los años no pasan en balde y la sociedad es dinámica.
Si el ordenamiento jurídico ha de ajustarse a la realidad de cada momento, forzosamente ha de actualizarse. No puede afirmase que esta adecuación haya sido asumida por los distintos gobiernos ni por los cuerpos legislativos que, por indolencia o por intereses, no se han remozado aquellas disposiciones, claramente obsoletas, o han hecho oídos sordos a la necesidad de adoptar medidas legislativas de interés general.
En el primer caso destaca, por ejemplo, la urgencia de modificar la absurda división territorial que comporta la existencia de más de 8.000 municipios, la mitad de los cuales, con una población menguada, no dispone de medios para prestar los servicios básicos, o el mantenimiento de las diputaciones provinciales que con el Estado de las autonomías han devenido claramente disfuncionales, emparedadas entre los gobiernos autonómicos y los ayuntamientos.
Entre las leyes cuya ausencia se hace notar en el desarrollo económico y la calidad del Estado del bienestar citaría la de la reforma fiscal que encarne los principios consagrados por la Constitución, es decir, la igualdad y progresividad, y que proporcione a la Hacienda los recursos necesarios para una auténtica redistribución personal de la renta y el sostenimiento del Estado del bienestar. Otra ley demorada regularía una suerte de reforma agraria con tratamiento específico de los latifundios del sur de España y la micropropiedad del Norte, con especial incidencia en Galicia.
Si hubiera voluntad política, no serían estas las únicas reformas pendientes sino un catálogo de ellas que movilizarían la capacidad de trabajo de las Cortes y la iniciativa del Ejecutivo.
Bastaría sacar a colación la necesidad de regular la energía, la educación, la democracia interna y la financiación de los partidos, la de la ley electoral y el derecho de trabajo, entre otras de menor calado.
Si queremos que España sea un país moderno, democrático, próspero y justo, estos cambios deberían formar parte de los programas electorales de los partidos.
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