Que España vive inmersa en un a crisis profunda comparable a la que en 1929 sumió al mundo en la Gran Depresión, a nadie se le escapa, entre otras razones, porque cada día que pasa se hacen más sensibles y dolorosos los síntomas en forma de desequilibrios macroeconómicos, llámese paro masivo, deuda pública y privada, costes crecientes de su financiación por aumento del riesgo país, etc, etc.
No es esta ciertamente la primera crisis económica que sufre nuestro país, y la más próxima podemos situarla en 1977, ocasionada por el encarecimiento del petróleo y los problemas derivados de la transición política de la dictadura a la democracia. En aquella ocasión la salvación vino por los Pactos de la Moncloa planteados por Enrique Fuentes Quintana y llevados a cabo por Adolfo Suárez. El primero supo hacer un diagnóstico acertado y proponer el tratamiento adecuado, al segundo le debemos el coraje de adoptar las medidas que pusieron en marcha el proceso para aplicarlo y devolver así la salud al enfermo. Se produjo entonces la afortunada conjunción que el economista vigués Antón Costas señala en un artículo de El País, de un experto reformista y un político reformador.
Así como en la guerra es un factor de éxito la sintonía entre el estratega que diseña el plan y los mandos que deben ejecutarlo, y en navegación es preciso que un capitán marque el rumbo y un piloto que dirija la singladura, en política económica, para superar las dificultades se requiere la complementariedad de un economista de prestigio que trace el plan y un gobernante dispuesto si es preciso a sacrificar su carrera política para llevarlo a cabo con decisión y firmeza.
Trasladando el razonamiento a la actualidad, una vez cumplido el trámite de las elecciones del 20-N, todo indica que el papel del político reformador audaz le corresponderá al presidente del PP, Mariano Rajoy. Sobre él recaerá también la responsabilidad de escoger al experto, pertenezca o no al partido –tal vez sea preferible que sea independiente-, para elaborar el proyecto capaz de revertir la tendencia, propiciar la recuperación de la actividad económica, devolver la confianza a los mercados y despejar las dudas sobre la solvencia del país para que desaparezca el temor de que España pueda seguir el triste ejemplo de Grecia, Irlanda y Portugal, que son el exponente del máximo fracaso político y económico.
Aparte de cómo evolucione la crisis en los demás países, inevitablemente, el plan comportará medidas impopulares, y para que sean aceptadas con carácter general se requiere mucha pedagogía explicativa, y sobre todo, llevar al ánimo de los españoles la necesidad de las reformas y el convencimiento de que en los sacrificios participamos todos los ciudadanos de forma equitativa con arreglo a la renta disponible de cada uno con arreglo a criterios de eficiencia, suficiencia y progresividad.
Del empeño y acierto que acompañe la política económica del nuevo gobierno dependerá que su líder pase a la historia con un puesto de honor o defraude la confianza que en él habrán depositado la mayoría de los electores.
No es esta ciertamente la primera crisis económica que sufre nuestro país, y la más próxima podemos situarla en 1977, ocasionada por el encarecimiento del petróleo y los problemas derivados de la transición política de la dictadura a la democracia. En aquella ocasión la salvación vino por los Pactos de la Moncloa planteados por Enrique Fuentes Quintana y llevados a cabo por Adolfo Suárez. El primero supo hacer un diagnóstico acertado y proponer el tratamiento adecuado, al segundo le debemos el coraje de adoptar las medidas que pusieron en marcha el proceso para aplicarlo y devolver así la salud al enfermo. Se produjo entonces la afortunada conjunción que el economista vigués Antón Costas señala en un artículo de El País, de un experto reformista y un político reformador.
Así como en la guerra es un factor de éxito la sintonía entre el estratega que diseña el plan y los mandos que deben ejecutarlo, y en navegación es preciso que un capitán marque el rumbo y un piloto que dirija la singladura, en política económica, para superar las dificultades se requiere la complementariedad de un economista de prestigio que trace el plan y un gobernante dispuesto si es preciso a sacrificar su carrera política para llevarlo a cabo con decisión y firmeza.
Trasladando el razonamiento a la actualidad, una vez cumplido el trámite de las elecciones del 20-N, todo indica que el papel del político reformador audaz le corresponderá al presidente del PP, Mariano Rajoy. Sobre él recaerá también la responsabilidad de escoger al experto, pertenezca o no al partido –tal vez sea preferible que sea independiente-, para elaborar el proyecto capaz de revertir la tendencia, propiciar la recuperación de la actividad económica, devolver la confianza a los mercados y despejar las dudas sobre la solvencia del país para que desaparezca el temor de que España pueda seguir el triste ejemplo de Grecia, Irlanda y Portugal, que son el exponente del máximo fracaso político y económico.
Aparte de cómo evolucione la crisis en los demás países, inevitablemente, el plan comportará medidas impopulares, y para que sean aceptadas con carácter general se requiere mucha pedagogía explicativa, y sobre todo, llevar al ánimo de los españoles la necesidad de las reformas y el convencimiento de que en los sacrificios participamos todos los ciudadanos de forma equitativa con arreglo a la renta disponible de cada uno con arreglo a criterios de eficiencia, suficiencia y progresividad.
Del empeño y acierto que acompañe la política económica del nuevo gobierno dependerá que su líder pase a la historia con un puesto de honor o defraude la confianza que en él habrán depositado la mayoría de los electores.
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