Se ha dicho que la economía es una ciencia lúgubre, porque asegura, sin que nadie haya podido desmentirlo, que las necesidades humanas son ilimitadas, en tanto que los medios disponibles son finitos. Lo malo del asunto no son las leyes económicas sino el mundo real, exigente y lleno de carencias. Habría que decir que como la vida , la economía no es triste sino seria, porque, si no fuera así, no sería ciencia, y gracias a ella podemos entender cómo funcionan los complejos mecanismos de la producción y distribución de los bienes. Me recuerda aquellos versos según los cuales, “todo en amor es triste, mas, triste y todo, es lo mejor que existe”.
Pues bien, la economía es algo tan próximo que nos sale al encuentro a cada paso y por ello debería enseñarse desde los primeros grados para que pudiéramos explicarnos lúcidamente los problemas con los que nos topamos cada día.
Aun cuando la recomendación podía parecer excesiva, lo que es indisculpable es la ignorancia supina por parte de quienes se dedican a la política o de ella viven sin haber oído nombrar a Adam Smith, por lo que incurren a menudo, no sé si involuntariamente, en la incoherencia de su discurso, en el dislate rayano en el desatino de reclamar cosas contradictorias, olvidándose de aquella sentencia que hizo famoso al autor, de que lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible. He aquí algunos ejemplos que ilustran lo antedicho:
Es frecuente entonar un canto a la rebaja de impuestos, y a renglón seguido pedir más y mejores servicios públicos sin advertir que, con menores ingresos no puede aumentar la cantidad ni mejorar la calidad de los que presta el Estado. Una cosa u otra, vale; las dos juntas, imposible.
Los mismos que se despachan a gusto contra el excesivo gasto público reclaman más y más subvenciones y desgravaciones tributarias, y desde luego, se guardan bien de indicar por dónde habrá de comenzar la poda. Cuando los beneficios empresariales suben como la espuma, los empresarios lo explican por la excelencia de su gestión en un mercado libre; si, por el contrario, la competencia les arrincona, claman al Estado, antes denostado por intervencionista, que les saque del atolladero frenando las importaciones, para “poder mantener los puestos de trabajo” o para evitar que nuestras empresas caigan en manos del capital extranjero, como si del diablo se tratase. Un ejemplo actual nos lo proporcionan los políticos que condicionan la existencia de las cajas de ahorro a su “galleguidad” como si las foráneas o los bancos no cobrasen los mismos intereses e iguales comisiones. Lo más sorprendente es que haya líderes políticos o sindicales con eco en los medios de comunicación dispuestos a secundarles, sin importarles un ardite que los impuestos de los contribuyentes encuentren un imprevisto destino como es el de ir a parar a los bolsillos de los particulares, en una extraña política de redistribución de la renta a la inversa.
El tema de las inversiones extranjeras concita las más diversas y contrapuestas opiniones. En principio todos aceptamos que si el ahorro nacional es insuficiente o no suficientemente emprendedor para financiar las obras necesarias o crear empresas y mejorar el nivel de empleo, bienvenidos sean los capitales de otros países y hasta aplaudimos que funcionarios o banqueros peregrinen a los centros financieros internacionales para seducir a los inversores. Pero tan pronto como tal o cual sociedad es comprada, “opada” o absorbida por otra extranjera, aparecen celosos defensores de nuestras esencias patrias para advertirnos del riesgo de la colonización en perjuicio de los sagrados intereses nacionales. El espíritu tribal está tan a flor de piel que hasta recelamos si los postores son vecinos de otra comunidad autónoma. ¿En qué quedamos? ¿Es el capital internacional intrínsecamente perverso y por ello paga peores salarios, engaña a los consumidores o juega a arruinar la economía nacional? Hasta ahora nadie ha podido probar tales supuestos Si así fuera tendríamos que demostrar con hechos que nuestros empresarios son más bienhechores y filántropos cuando se establecen en otros mercados para convencer, por ejemplo a nuestros vecinos portugueses que no se preocupen por lo que ellos llaman invasión del capital español
El aldeanismo es tanto más estrambótico ahora que la economía se ha globalizado y que un mundo pacífico y próspero es indisociable de la libre circulación de personas, mercancías y capitales. Lo que sí es exigible es que todos empleemos las mismas armas.
Pues bien, la economía es algo tan próximo que nos sale al encuentro a cada paso y por ello debería enseñarse desde los primeros grados para que pudiéramos explicarnos lúcidamente los problemas con los que nos topamos cada día.
Aun cuando la recomendación podía parecer excesiva, lo que es indisculpable es la ignorancia supina por parte de quienes se dedican a la política o de ella viven sin haber oído nombrar a Adam Smith, por lo que incurren a menudo, no sé si involuntariamente, en la incoherencia de su discurso, en el dislate rayano en el desatino de reclamar cosas contradictorias, olvidándose de aquella sentencia que hizo famoso al autor, de que lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible. He aquí algunos ejemplos que ilustran lo antedicho:
Es frecuente entonar un canto a la rebaja de impuestos, y a renglón seguido pedir más y mejores servicios públicos sin advertir que, con menores ingresos no puede aumentar la cantidad ni mejorar la calidad de los que presta el Estado. Una cosa u otra, vale; las dos juntas, imposible.
Los mismos que se despachan a gusto contra el excesivo gasto público reclaman más y más subvenciones y desgravaciones tributarias, y desde luego, se guardan bien de indicar por dónde habrá de comenzar la poda. Cuando los beneficios empresariales suben como la espuma, los empresarios lo explican por la excelencia de su gestión en un mercado libre; si, por el contrario, la competencia les arrincona, claman al Estado, antes denostado por intervencionista, que les saque del atolladero frenando las importaciones, para “poder mantener los puestos de trabajo” o para evitar que nuestras empresas caigan en manos del capital extranjero, como si del diablo se tratase. Un ejemplo actual nos lo proporcionan los políticos que condicionan la existencia de las cajas de ahorro a su “galleguidad” como si las foráneas o los bancos no cobrasen los mismos intereses e iguales comisiones. Lo más sorprendente es que haya líderes políticos o sindicales con eco en los medios de comunicación dispuestos a secundarles, sin importarles un ardite que los impuestos de los contribuyentes encuentren un imprevisto destino como es el de ir a parar a los bolsillos de los particulares, en una extraña política de redistribución de la renta a la inversa.
El tema de las inversiones extranjeras concita las más diversas y contrapuestas opiniones. En principio todos aceptamos que si el ahorro nacional es insuficiente o no suficientemente emprendedor para financiar las obras necesarias o crear empresas y mejorar el nivel de empleo, bienvenidos sean los capitales de otros países y hasta aplaudimos que funcionarios o banqueros peregrinen a los centros financieros internacionales para seducir a los inversores. Pero tan pronto como tal o cual sociedad es comprada, “opada” o absorbida por otra extranjera, aparecen celosos defensores de nuestras esencias patrias para advertirnos del riesgo de la colonización en perjuicio de los sagrados intereses nacionales. El espíritu tribal está tan a flor de piel que hasta recelamos si los postores son vecinos de otra comunidad autónoma. ¿En qué quedamos? ¿Es el capital internacional intrínsecamente perverso y por ello paga peores salarios, engaña a los consumidores o juega a arruinar la economía nacional? Hasta ahora nadie ha podido probar tales supuestos Si así fuera tendríamos que demostrar con hechos que nuestros empresarios son más bienhechores y filántropos cuando se establecen en otros mercados para convencer, por ejemplo a nuestros vecinos portugueses que no se preocupen por lo que ellos llaman invasión del capital español
El aldeanismo es tanto más estrambótico ahora que la economía se ha globalizado y que un mundo pacífico y próspero es indisociable de la libre circulación de personas, mercancías y capitales. Lo que sí es exigible es que todos empleemos las mismas armas.
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