Cuando una autoridad impone unas determinadas normas, su incumplimiento comporta un condigno castigo a quien las infringe. Si la infracción es de orden civil constituye una falta o delito; tratándose de materia religioso, la contravención se denomina pecado que puede ser según su gravedad, venial o mortal. Al contrario de lo que configura un delito que solo abarca acciones u omisiones voluntarias punibles, el pecado (de “pedicatum”, que significa cepo o lazo que ata los pies), puede cometerse por acción, omisión, deseo o simple pensamiento, de tal modo que son muy difusas las fronteras, y el creyente pocas veces estará seguro de ser culpable o inocente.
Tanto la potestad civil como la religiosa tiene su propio catálogo de delitos y pecados, que no tienen porque coincidir, pero ambas tienen en común la evolución experimentada en el tratamiento de las transgresiones a partir de los dos últimos siglos. La sociedad civil evolucionó en sentido favorable a la libertad y dignidad del individuo, y así, entre otros hechos, dejaron de ser punibles las opiniones discrepantes con las de las autoridades, la blasfemia, el uso de la libertad de expresión y de reunión, al tiempo que propugnaba la igualdad de derechos de ambos sexos, la separación de la Iglesia y el Estado, así como el divorcio, la convivencia extramatrimonial, y el aborto en determinadas circunstancias; pasaron en cambio a ser actividades delictivas que antes no lo eran: la esclavitud, el tráfico de drogas, el blanqueo de dinero, la trata de blancas, los atentados contra el medio ambiente, etc.
La catalogación de los pecados también ha sufrido cambios, así en su número como en su calificación, cual si la voluntad divina a la que se deben los preceptos quebrantados fuera cambiante, lo que no deja de ser contradictorio con la intemporalidad que se supone a los mandatos emanados de lo alto.
Fueron pecado en su tiempo y dejaron de serlo más tarde el préstamo con interés, no pagar los diezmos y primicias a la Iglesia o comer carne los días de abstinencia, prohibición que hasta no hace mucho era dispensada a cambio de adquirir la bula al párroco. También se incurría en pecado creyendo o diciendo que el universo no se ajustaba a las descripciones de la Biblia o de las interpretaciones que de ella hacían los teólogos. Por osar decir que la tierra era redonda, fue excomulgado y castigado Galileo Galilei por los inquisidores, afirmación que ahora se acepta por la jerarquía ante la evidencia de su error. Quizás Dios haya tenido que corregir a tan celosos vigilantes de la ortodoxia. En cambio, hasta el I Concilio Vaticano de 1870 estaba permitido dudar de que la Virgen hubiera sido concebida sin pecado, lo que hoy sería pecaminoso. El mismo Concilio dictaminó “que sea anatema quien diga que las ciencias humanas deberían realizarse con tal espíritu de libertad que uno puede permitirse considerar ciertas aserciones, aun cuando se opongan a la doctrina revelada”.
Mientras el poder civil se preocupa por la salud, la instrucción y la seguridad de los ciudadanos y su igualdad ante la ley, los cuidados de la Iglesia se dirigen a conseguir la salvación de las almas, a las que, parece, le sienta muy mal todo lo relacionado con el sexo. Frente a la permisividad creciente de la sociedad en dicha materia, la jerarquía eclesiástica considera pecaminoso todo lo relacionado con el sexo, incluso dentro del matrimonio si no va encaminado directamente a la procreación, y se opone tajantemente a las relaciones extramatrimoniales, al onanismo, a los anticonceptivos, a la reproducción asistida, al divorcio, al aborto y a la homosexualidad.
En el plano de las ideas es donde se producen más colisiones entre la normativa civil y religiosa o entre los delitos y los pecados. En materia religiosa, la Iglesia prácticamente se opone a toda innovación científica o ideológica. En tal sentido, con mayor o menor rigor estigmatizó la teoría de la evolución. La democracia, el modernismo, el socialismo, el comunismo, el liberalismo, y para combatir su difusión creó un extenso índice de libros prohibidos, cuya lectura estaba vedada a los fieles. No está claro cuales de estas censuras continúan vigentes. Se dan casos en que lo estatuído en el Código Penal es contravenido por las autoridades religiosas y viceversa. En tanto la discriminación por razón de sexo está penalizada por la ley, la Iglesia la practica en el sacerdocio, y mientras la pena de muerte fue abolida por la Constitución, está reconocida en determinados casos por la doctrina religiosa plasmada en el catecismo.
Tales diferencias de criterio crean situaciones de confusión y ambigüedad. Por ejemplo, mientras las autoridades civiles no discuten las normas eclesiásticas, ni aun cuando vulneren los principios constitucionales, ni interfieren en la designación de los obispos, el clero no observa la regla de reciprocidad y presiona por todos los medios a su alcance para impedir la aprobación de determinadas leyes por el Parlamento (divorcio, aborto, eutanasia, parejas de hecho, parejas del mismo sexo, enseñanza de la religión, participación en el reparto del IRPF de libre designación, etc) y cuando finalmente pierde la batalla y las disposiciones entran en vigor, las desacredita y presiona a los electores para que no voten a los partidos que las mantienen en sus programas.
viernes, 12 de noviembre de 2010
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1 comentario:
Querido Pío: me alegra comprobar que sigues en plena forma, ajeno al conformismo y la apatía de estos tiempos.Ahora que te he redescubierto, te seguiré.
Sobre el pecado:no es original mío, pero la Iglesia católica, a los que como yo, siendo niños y adolescentes, nos obligaron a profesar esa religión, debería indemnizarnos por atemorizarnos con esa perenne sombra maléfica de la que debíamos apartarnos bajo pena capital de caer para siempre en las llamas del infierno.¡Éramos niños, por Dios! Un abrazo muy fuerte.Pablo Lago
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