domingo, 21 de noviembre de 2010

Vida y muerte de los imperios

La historia, maestra de la vida, nos enseña que los imperios desfilan, unos a paso de carga y otros a paso lento, pero todos experimentan la misma transformación que los seres vivos, o sea, nacen, crecen y tras un período más o menos prolongado, languidecen y pierden su papel hegemónico para dar paso a otros competidores que repetirán igual proceso. El siglo XX fue letal para los imperios. En ese período llegaron a su fin el austriaco, el alemán, el portugués, el turco, el ruso, el francés y el británico en Europa, y en Asia, el chino y el japonés. Todos fueron borrados del mapa por dos guerras que se conocen con el apelativo de mundiales.

El auge y caída de estos imperios geopolíticos siempre ha despertado el interés de los historiadores y filósofos de la historia preocupados por identificar las causas y supuestas leyes que expliquen el ciclo vital al que parecen estar sometidos, que reproduce a gran escala el curso fatal ontogénico. Uno de los primeros autores en ocuparse de esta cuestión fue San Agustín en su libro “De civitate Dei”. En el siglo pasado quienes más destacaron en esta materia fueron Oswald Spengler en su obra “La decadencia de Occidente” y Arnold Toynbee que escribió su voluminoso tratado “Un estudio de la historia”. Actualmente goza de renombre el inglés, radicado en Estados Unidos, Paul Kennedy, que publicó en 1988 el libro “Auge y caída de los grandes imperios”.

La duración de los imperios como tales varía mucho según los casos, oscilando entre los cuatro siglos que se mantuvo el imperio romano y los doce años que sobrevivió el III Reich, cuyo promotor, Adolfo Hitler, le había pronosticado mil años de vida.

Las teorías más plausibles sostienen que la génesis y el ocaso están relacionados con la evolución de su poderío económico. En el origen podrían estar implicados cambios tecnológicos en una nación que representarían una ventaja y sobre ella se asentaría su ulterior superioridad militar.
Ciertamente, parece irrebatible que en el inicio y la profundización del declive influyen diversos factores concomitantes entre los que el económico desempeña un papel relevante. Así lo entendió el historiador Ramón Carande refiriéndose a España, cuya decadencia atribuyó a la excesiva carga fiscal soportada para financiar las interminables guerras del emperador Carlos I de España y V de Alemania.

Con los precedentes conocidos resulta apasionante predecir la posible evolución de la única superpotencia que existe desde el fin de la II Guerra Mundial, es decir, Estados Unidos. A tal fin puede ser útil comenzar por el examen de los puntos fuertes y débiles que concurren en su caso.

Hoy por hoy, EE.UU. ocupa la primacía de lo que se ha dado en llamar “poder duro”, identificado con la potencia política y militar. En efecto, es uno de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad con derecho a veto y es el socio más influyente de los principales organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, cuyas sedes radican en Washington. Posee el ejército más poderoso y dispone de superioridad de armamento nuclear. Sus servicios secretos, apoyados por satélites espaciales, conocen al instante lo que pasa en cualquier lugar del planeta y su presupuesto de defensa para 2010 asciende a 750.000 millones de dólares, equivalente al 40% de lo que gasta el resto del mundo con los mismos fines. En suma, nunca se había registrado una concentración tal de riqueza y poderío en un solo Estado.

En el aspecto económico ocupa el primer lugar a mucha distancia del siguiente en la producción de bienes y servicios; el dólar es la moneda de reserva del mundo y sus multinacionales tienen intereses en todo el orbe.

Frente a este alarde de poder político, militar y económico se alzan los contrapoderes que amenazan la continuidad del hegemonismo norteamericano. Son los puntos débiles del imperio entre los que merecen citarse los siguientes:
  1. Los excesivos compromisos políticos y militares derivados del papel de gendarme del mundo.
  2. La dependencia del petróleo, cuyo suministro proviene de la región del Próximo Oriente, la más inestable del escenario internacional.
  3. La proliferación de armas nucleares en países que desafían al coloso (Corea del Norte, Irán y otros que podrían imitarles).
  4. La irrupción de nuevos competidores del grupo llamado BRIC (Brasil, Rusia, India y China) de los que los dos últimos, que son los primeros por su población, avanzan a pasos rápidos en su crecimiento económico en tanto EE.UU. sufre los efectos de la crisis, la segunda más profunda de la historia.
  5. La ausencia de “poder blando” representado por la carencia de liderazgo moral que se acusa en hechos tan notorios como su escasa participación proporcional en la ayuda al desarrollo, su connivencia con gobiernos dictatoriales, corruptos y negadores de los derechos humanos, en contraste con sus prédicas democráticas; el doble rasero político con Israel y los países árabes que hace imposible la solución del conflicto israelo-palestino y sirve de pretexto al terrorismo internacional de Al Qaeda.
A la larga crónica de la historia que acreditan hechos tan deplorables como las intervenciones repetidas en los asuntos internos de Latinoamérica o el haber sido el único país que empleó dos veces la bomba atómica o las armas químicas en Vietnam, el presidente Bush le puso la guinda con la invasión de Irak y Afganistán y con los vergonzosos abusos de Abu Graib y Guantánamo. De ahí arranca la ola de antiamericanismo que se extiende por el mundo.

El final del imperio estadounidense parece ineluctable pero no de forma catastrófica sino a ritmo lento a través de un proceso de desgaste coincidente con el creciente desarrollo de sus rivales.

No hay comentarios: