En la parte dada a conocer del contenido afirma que Dios no es el constructor del Universo, porque éste se originó de la nada, como una consecuencia inevitable de las leyes de la física, sin aportar nada nuevo que avale su declaración. No obstante, dada la fama del autor, su provocación produjo un gran revuelo, con la intervención, tanto de astrofísicos como de prelados y teólogos, lo que sin duda contribuirá al éxito de ventas.
Anteriormente, Hawking había sostenido en su libro “Una historia del tiempo”, que también fue un bestseller, la necesidad de un Dios creador para la comprensión científica del Universo, pero como rectificar es de sabios, así lo hizo él ahora.
El astrofísico británico puede decir que Dios ha muerto como antes lo hizo Nietzsche, pero Dios sigue tan vivo como siempre en la conciencia de sus fieles. Fue Nietzsche quien murió, como le ocurrirá en su día a Hawking.
La parte conocida del libro se limita a apuntar que la comunidad científica está próxima a elaborar una “teoría del todo” como marco capaz de de aunar las dos grandes teorías de la física, la relatividad general y la mecánica cuántica, hasta ahora inconsistentes. Es decir, la teoría unificada con la que soñaba Einstein. Pero esto no es más que una predicción, que puede cumplirse o no.
El aludido episodio vino a reverdecer el problema irresuelto de la compatibilidad de ciencia y religión. Tanto una como otra tienen camino propio y fines diferentes que no tienen por que colisionar. La ciencia busca el conocimiento valiéndose del método científico y la religión se nutre de la verdad revelada para fundamentar sus dogmas. La ciencia progresa por medio de la experimentación y considera sus verdades provisionales en tanto posteriores ensayos no demuestren su falsedad. La religión, por el contrario, asume sus dogmas como eternas e inmutables y no necesita más apoyo que la fe.
La ciencia es vital para hacer más cómoda la vida y a ella debemos el superior conocimiento de la naturaleza y la liberación de temores irracionales, que nuestros antepasados sufrieron por su ignorancia. Y no sólo contribuyen las ciencias duras; seguimos necesitando tanto como Sócrates el conocimiento de nosotros mismos. Hemos avanzado mucho en el conocimiento del Cosmos pero mucho menos en las ciencias sociales, y tenemos necesidad de saber por qué somos incapaces de convivir sin combatirnos.
La religión aspira a explicar el sentido de la vida y da normas morales para alcanzar un mundo más justo en el más allá, un lugar libre de las imperfecciones que conocemos y sufrimos los vivos.
Suele citarse una encuesta publicada en 1997 en la revista “Nature” para juzgar si los científicos participan de las creencias religiosas. El resultado que arrojó fue que el 40% de biólogos, físicos y matemáticos reconocieron ser creyentes, en tanto que el resto opinaban que ser investigador riguroso es incompatible con la creencia en Dios. Precisamente, tres días después de que Hawking saliera a la palestra, el 5 de septiembre, fallecía en Roma el eminente físico de partículas Nicola Cabibbo, que fue presidente de la Academia Pontificia de Ciencias, confesaba ser católico practicante y tomó parte en debates sobre ciencia y religión. En uno de ellos con Arno Penzias, premio Nobel de Física 1078, éste declaraba que una teoría científica para ser plausible debería predecir algo medible y verificable, condiciones que, obviamente, no reúnen las creencias religiosas. Sin embargo, tanto Newton como Descartes fueron devotos creyentes.
La ciencia reconoce sus limitaciones, y así, por ejemplo, no pasan de ser simples especulaciones la posible existencia de otros universos distintos del que conocemos, o el fin último que inspiró la creación del Universo. Es sabido que muchos fenómenos aun no tienen una explicación racional, y así se acepta. Bertrand Russell refiere que cuando en el siglo XIV apareció en Europa la peste negra la medicina no tenía nada que decir porque desconocía el tratamiento que podía darse a la enfermedad. En cambio, los predicadores exhortaban a rezar en los templos para impetrar la protección divina. El resultado fue que la aglomeración de la gente agravó los estragos de la pandemia. Por cierto que Russell tuvo en su juventud profundas convicciones religiosas que abandonó posteriormente.
Sólo la religión puede dar respuesta a la intención que supuestamente guió al Creador al hacer realidad el Universo y dar nacimiento a Adán y Eva, si bien es dudoso que pueda dar fe de si en los planes de Dios estaba que nuestros primeros padres vivieran solos en el paraíso o si les asignaba el papel de fundadores de la humanidad.
Están tan fuera de sus papel los científicos que discuten la existencia de Dios como los creyentes que rechazan los hallazgos de la ciencia o ponen trabas a la investigación simplemente porque creen que se oponen a la sabiduría establecida. Unos y otros deberían evitar invadir terreno ajeno.
La idea de que algo salga de la nada repugna a la razón, pero tratándose de Dios al que se considera omnisciente y omnipotente, no hay imposibles. Podría haber hecho primero la nada y dar paso después a la creación. Claro que siempre se podría formular la pregunta de quién hizo a Dios, pero esto forma parte de la serie de interrogantes sin respuesta posible.
Para que ciencia y religión o viceversa puedan convivir pacíficamente, es necesario que los adeptos de ambas defiendan sus respectivos puntos de vista exclusivamente con argumentos dialécticos, sin ofender al discrepante. No es prudente ni justo que los científicos ataquen las creencias religiosas, como tampoco lo es que los fieles pretendan
impedir el voluntario disfrute de los inventos por prejuicios religiosos. En este contexto, los amantes de la ciencia han acreditado una mayor tolerancia que los defensores de la fe. Nadie fue nunca obligado a aceptar la validez de los principios científicos o una ley física, y en cambio, las guerras de religión han hecho correr ríos de sangre.
Cuando Galileo, por medio del telescopio, comprobó que la Tierra no era el centro del Universo como había predicho Copérnico, se limitó a exponer lo que veía pero no obligó a nadie a darlo por irrefutable. No obstante, la jerarquía católica, por entender que el descubrimiento contravenía las Sagradas Escrituras le obligó a desdecirse, le impuso silencio y le privó de libertad. Sólo cuatro siglos más tarde la Iglesia pidió perdón y reconoció la injusticia que se había cometido con él.
Anteriormente, Hawking había sostenido en su libro “Una historia del tiempo”, que también fue un bestseller, la necesidad de un Dios creador para la comprensión científica del Universo, pero como rectificar es de sabios, así lo hizo él ahora.
El astrofísico británico puede decir que Dios ha muerto como antes lo hizo Nietzsche, pero Dios sigue tan vivo como siempre en la conciencia de sus fieles. Fue Nietzsche quien murió, como le ocurrirá en su día a Hawking.
La parte conocida del libro se limita a apuntar que la comunidad científica está próxima a elaborar una “teoría del todo” como marco capaz de de aunar las dos grandes teorías de la física, la relatividad general y la mecánica cuántica, hasta ahora inconsistentes. Es decir, la teoría unificada con la que soñaba Einstein. Pero esto no es más que una predicción, que puede cumplirse o no.
El aludido episodio vino a reverdecer el problema irresuelto de la compatibilidad de ciencia y religión. Tanto una como otra tienen camino propio y fines diferentes que no tienen por que colisionar. La ciencia busca el conocimiento valiéndose del método científico y la religión se nutre de la verdad revelada para fundamentar sus dogmas. La ciencia progresa por medio de la experimentación y considera sus verdades provisionales en tanto posteriores ensayos no demuestren su falsedad. La religión, por el contrario, asume sus dogmas como eternas e inmutables y no necesita más apoyo que la fe.
La ciencia es vital para hacer más cómoda la vida y a ella debemos el superior conocimiento de la naturaleza y la liberación de temores irracionales, que nuestros antepasados sufrieron por su ignorancia. Y no sólo contribuyen las ciencias duras; seguimos necesitando tanto como Sócrates el conocimiento de nosotros mismos. Hemos avanzado mucho en el conocimiento del Cosmos pero mucho menos en las ciencias sociales, y tenemos necesidad de saber por qué somos incapaces de convivir sin combatirnos.
La religión aspira a explicar el sentido de la vida y da normas morales para alcanzar un mundo más justo en el más allá, un lugar libre de las imperfecciones que conocemos y sufrimos los vivos.
Suele citarse una encuesta publicada en 1997 en la revista “Nature” para juzgar si los científicos participan de las creencias religiosas. El resultado que arrojó fue que el 40% de biólogos, físicos y matemáticos reconocieron ser creyentes, en tanto que el resto opinaban que ser investigador riguroso es incompatible con la creencia en Dios. Precisamente, tres días después de que Hawking saliera a la palestra, el 5 de septiembre, fallecía en Roma el eminente físico de partículas Nicola Cabibbo, que fue presidente de la Academia Pontificia de Ciencias, confesaba ser católico practicante y tomó parte en debates sobre ciencia y religión. En uno de ellos con Arno Penzias, premio Nobel de Física 1078, éste declaraba que una teoría científica para ser plausible debería predecir algo medible y verificable, condiciones que, obviamente, no reúnen las creencias religiosas. Sin embargo, tanto Newton como Descartes fueron devotos creyentes.
La ciencia reconoce sus limitaciones, y así, por ejemplo, no pasan de ser simples especulaciones la posible existencia de otros universos distintos del que conocemos, o el fin último que inspiró la creación del Universo. Es sabido que muchos fenómenos aun no tienen una explicación racional, y así se acepta. Bertrand Russell refiere que cuando en el siglo XIV apareció en Europa la peste negra la medicina no tenía nada que decir porque desconocía el tratamiento que podía darse a la enfermedad. En cambio, los predicadores exhortaban a rezar en los templos para impetrar la protección divina. El resultado fue que la aglomeración de la gente agravó los estragos de la pandemia. Por cierto que Russell tuvo en su juventud profundas convicciones religiosas que abandonó posteriormente.
Sólo la religión puede dar respuesta a la intención que supuestamente guió al Creador al hacer realidad el Universo y dar nacimiento a Adán y Eva, si bien es dudoso que pueda dar fe de si en los planes de Dios estaba que nuestros primeros padres vivieran solos en el paraíso o si les asignaba el papel de fundadores de la humanidad.
Están tan fuera de sus papel los científicos que discuten la existencia de Dios como los creyentes que rechazan los hallazgos de la ciencia o ponen trabas a la investigación simplemente porque creen que se oponen a la sabiduría establecida. Unos y otros deberían evitar invadir terreno ajeno.
La idea de que algo salga de la nada repugna a la razón, pero tratándose de Dios al que se considera omnisciente y omnipotente, no hay imposibles. Podría haber hecho primero la nada y dar paso después a la creación. Claro que siempre se podría formular la pregunta de quién hizo a Dios, pero esto forma parte de la serie de interrogantes sin respuesta posible.
Para que ciencia y religión o viceversa puedan convivir pacíficamente, es necesario que los adeptos de ambas defiendan sus respectivos puntos de vista exclusivamente con argumentos dialécticos, sin ofender al discrepante. No es prudente ni justo que los científicos ataquen las creencias religiosas, como tampoco lo es que los fieles pretendan
impedir el voluntario disfrute de los inventos por prejuicios religiosos. En este contexto, los amantes de la ciencia han acreditado una mayor tolerancia que los defensores de la fe. Nadie fue nunca obligado a aceptar la validez de los principios científicos o una ley física, y en cambio, las guerras de religión han hecho correr ríos de sangre.
Cuando Galileo, por medio del telescopio, comprobó que la Tierra no era el centro del Universo como había predicho Copérnico, se limitó a exponer lo que veía pero no obligó a nadie a darlo por irrefutable. No obstante, la jerarquía católica, por entender que el descubrimiento contravenía las Sagradas Escrituras le obligó a desdecirse, le impuso silencio y le privó de libertad. Sólo cuatro siglos más tarde la Iglesia pidió perdón y reconoció la injusticia que se había cometido con él.
2 comentarios:
La religión –o más bien las religiones, ya que son muchas- son un fenómeno que surgió en las sociedades humanas primitivas como una forma de explicar el mundo y el papel de los seres humanos en él, así como constituir un medio para poder influir de manera sobrenatural en la naturaleza y en el destino para beneficio de los practicantes.
La ciencia –y su hija legítima, la técnica- en estos últimos siglos ha suplido en gran medida ese papel, lo que sin duda ha propiciado más de un conflicto entre la casta sacerdotal y la comunidad científica. No obstante, algunos aspectos del hecho religioso, como son el darle un sentido a la vida y transmitirnos la esperanza de una existencia post-mortem, no pueden ni podrán probablemente ser abordados por el método científico. Por este motivo pienso que el fenómeno religioso, aunque pueda sufrir cambios y rectificaciones -como ya ha ocurrido en el pasado- nunca desaparecerá.
Esta es mi opinión: la religión es un producto del miedo y la ciencia un producto de la curiosidad y luego de la investigación y comprobación. Interesante el artículo.Ánimo y a seguir escribiendo.
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