Cuenta la mitología griega que el titán Prometeo robó el fuego a los dioses olímpicos para entregárselo a los hombres y que por ello, Zeus, enojado, condenó a los humanos a ser mortales y encadenó a Prometeo a una roca en el Cáucaso donde un buitre le devoraba el hígado cada día, que le crecía durante la noche, hasta que Hércules le libró del tormento por orden del mismo Zeus, arrepentido de su crueldad.
Puede interpretarse el mito como la paráfrasis del destino de los humanos condenados a que todo adelanto o mejora tenga su lado negativo, de forma que nunca pueda considerarse exento de peligros. Así vemos, por ejemplo, como los medicamentos tienen contraindicaciones o efectos secundarios, o la rapidez con que podemos desplazarnos gracias al automóvil lo pagamos con el doloroso tributo de los accidentes de tráfico.
Algo similar ocurre en el mundo laboral. Desde siempre, el ser humano se ha esforzado por aliviar la penosidad del trabajo desviándolo hacia los animales primero e inventando máquinas que realizasen las tareas más repetitivas e ingratas.
Con el tiempo, las máquinas no solo cumplen este cometido sino que suplen a los trabajadores, con lo cual, con menos obreros se produce igual o mayor cantidad de bienes y servicios. Alguien ha dicho que en el futuro los aviones irán tripulados por un piloto y un perro: el piloto para observar los aparatos y el perro para morderle si los toca.
Si a la sustitución de personas por máquinas unimos la introducción de mejores métodos organizativos, la automatización y el empleo de robots, se comprenderá fácilmente que el drama del desempleo tiene difícil arreglo. El ajuste entre la oferta y la demanda de trabajo se realiza al precio de envilecer los salarios y las condiciones laborales, y aun así se formará un ejército de reserva sin ocupación retribuida.
La tendencia es general y sus efectos, demoledores. No hace mucho, el economista estadounidense Jeremy Rifkin citaba en un artículo periodístico un estudio de Alliance Capital Management, según el cual, en los siete años transcurridos entre 1997 y 2004 se perdieron 31 millones de puestos de trabajo en fábricas de las veinte economías más fuertes del mundo sin que por ello dejase de crecer el PIB. El fenómeno agrava el ritmo de destrucción de empleo cuando coincide con la crisis económica como la que ahora padecemos.
Hasta ahora la doctrina económica más solvente sostenía que las innovaciones tecnológicas provocaban un descenso de los precios, lo que a su vez se traducía en un aumento de la demanda y esta impulsaba la producción y el empleo. La realidad, sin embargo se encarga de desmontar la teoría y de ello dan fe, entre otros ejemplos, la dificultad de crear empleo a pesar del crecimiento de la producción.
Para apreciar la magnitud del proceso basta observar los drásticos recortes de plantilla que han llevado a cabo empresas industriales y de servicios como RENFE y Telefónica, por citar dos casos paradigmáticos.
Al dividir el valor de la producción por el trabajo empleado tenemos la productividad cuyo aumento es el afán de los empresarios y un signo considerado de desarrollo y pieza clave para competir en una economía globalizada, y la mayor productividad suele ir unida a más paro por el empleo de una mayor intensidad en el uso de capital. Es la cara y la cruz del progreso, el lado oscuro del avance tecnológico. Resulta sorprendente que en el caso de España convivan un bajo nivel de productividad y una elevada tasa de paro. Extraña paradoja, difícil de explicar. Compatibilizar progreso económico y pleno empleo es un problema para el cual el sistema capitalista no tiene respuesta.
Puede interpretarse el mito como la paráfrasis del destino de los humanos condenados a que todo adelanto o mejora tenga su lado negativo, de forma que nunca pueda considerarse exento de peligros. Así vemos, por ejemplo, como los medicamentos tienen contraindicaciones o efectos secundarios, o la rapidez con que podemos desplazarnos gracias al automóvil lo pagamos con el doloroso tributo de los accidentes de tráfico.
Algo similar ocurre en el mundo laboral. Desde siempre, el ser humano se ha esforzado por aliviar la penosidad del trabajo desviándolo hacia los animales primero e inventando máquinas que realizasen las tareas más repetitivas e ingratas.
Con el tiempo, las máquinas no solo cumplen este cometido sino que suplen a los trabajadores, con lo cual, con menos obreros se produce igual o mayor cantidad de bienes y servicios. Alguien ha dicho que en el futuro los aviones irán tripulados por un piloto y un perro: el piloto para observar los aparatos y el perro para morderle si los toca.
Si a la sustitución de personas por máquinas unimos la introducción de mejores métodos organizativos, la automatización y el empleo de robots, se comprenderá fácilmente que el drama del desempleo tiene difícil arreglo. El ajuste entre la oferta y la demanda de trabajo se realiza al precio de envilecer los salarios y las condiciones laborales, y aun así se formará un ejército de reserva sin ocupación retribuida.
La tendencia es general y sus efectos, demoledores. No hace mucho, el economista estadounidense Jeremy Rifkin citaba en un artículo periodístico un estudio de Alliance Capital Management, según el cual, en los siete años transcurridos entre 1997 y 2004 se perdieron 31 millones de puestos de trabajo en fábricas de las veinte economías más fuertes del mundo sin que por ello dejase de crecer el PIB. El fenómeno agrava el ritmo de destrucción de empleo cuando coincide con la crisis económica como la que ahora padecemos.
Hasta ahora la doctrina económica más solvente sostenía que las innovaciones tecnológicas provocaban un descenso de los precios, lo que a su vez se traducía en un aumento de la demanda y esta impulsaba la producción y el empleo. La realidad, sin embargo se encarga de desmontar la teoría y de ello dan fe, entre otros ejemplos, la dificultad de crear empleo a pesar del crecimiento de la producción.
Para apreciar la magnitud del proceso basta observar los drásticos recortes de plantilla que han llevado a cabo empresas industriales y de servicios como RENFE y Telefónica, por citar dos casos paradigmáticos.
Al dividir el valor de la producción por el trabajo empleado tenemos la productividad cuyo aumento es el afán de los empresarios y un signo considerado de desarrollo y pieza clave para competir en una economía globalizada, y la mayor productividad suele ir unida a más paro por el empleo de una mayor intensidad en el uso de capital. Es la cara y la cruz del progreso, el lado oscuro del avance tecnológico. Resulta sorprendente que en el caso de España convivan un bajo nivel de productividad y una elevada tasa de paro. Extraña paradoja, difícil de explicar. Compatibilizar progreso económico y pleno empleo es un problema para el cual el sistema capitalista no tiene respuesta.
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