El inicio de la recesión que padecemos desde hace más de dos años cogió desprevenidas a las autoridades monetarias, a los políticos, que durante varios meses se obstinaron en negar su existencia, e incluso a los mejores y peores expertos.
Dada la imprevisión, la negación y la ignorancia, no es de extrañar que sus efectos se propagasen con tanta rapidez y alcanzasen la profundidad que conocemos. La demora del diagnóstico explica que la terapia aplicada fuese tardía y que las medidas adoptadas hasta ahora, un tanto inconexas, hayan tenido escasa eficacia. Sí sirvieron para que los causantes salvaran su pellejo con inyecciones de capital público que pagamos todos.
En lo que suele haber general asentimiento es en que las circunstancias imponen un menor gasto público y un refuerzo de los ingresos presupuestarios. Lo primero exige reducir partidas que no se consideren imprescindibles, y lo segundo obliga a una elevación de los impuestos. Desechados los recortes sociales entre los que se incluyen las cuantiosas prestaciones por desempleo por la contestación que suscitarían, tampoco es aconsejable suspender la ejecución de obras públicas porque implicaría un aumento del paro, de por sí situado en niveles dramáticos. El margen de maniobra no es muy amplio pero si se quiere evitar el impacto en las rentas más bajas y buscando al mismo tiempo la ejemplaridad, las medidas de ahorro podrían congelar e incluso rebajar porcentualmente los sueldos más altos de los políticos y funcionarios públicos, la supresión de determinados organismos redundantes, evitar en lo posible la publicidad institucional, restringir el uso de vehículos oficiales, y limitar los viajes de funcionarios y diputados. En resumen reducir los gastos corrientes y adelgazar las Administraciones.
El aumento de los impuestos siempre es mal recibido por los contribuyentes que pueden traducir su enfado en negarle el voto al partido gobernante en favor de los que se opongan aun cuando esta actitud carezca de razones de peso, ya que sin ingresos públicos suficientes, el Estado del bienestar dejaría de cumplir su función.
El buen sentido aconseja que la nueva fiscalidad repercuta lo menos posible en la disminución del consumo y en el aumento del IPC. Por esta y otras razones de equidad, el aumento tributario debería recaer sobre los impuestos directos, y en concreto, sobre los ingresos personales en sus tramos más altos. Pero el Gobierno encontró más fácil y con menos resistencia recargar el IVA, pasándoles la factura a los consumidores en general sin distinción del poder adquisitivo de cada uno.
Tal medida agrava la regresividad del sistema tributario y su inequidad, como pone de relieve el hecho de que siendo la participación de los salarios inferior al 50% de la renta nacional, soportan el 80% del IRPF. Esta desigualdad se acentúa desde que el gobierno socialista, que se proclama progresista y de izquierda, copiando la medida del gobierno del Partido Popular, suprimió el impuesto sobre el patrimonio y rebajó la tarifa máxima del impuesto sobre la renta del 48% al 45%.
La crisis que padecemos se caracteriza por una drástica sequía del crédito bancario que contrae la actividad económica, acrecienta el paro, disminuye el consumo y eleva la morosidad, cerrándose así el círculo vicioso que estrangula la capacidad del sistema financiero para engrasar la maquinaria económica con la necesaria fluidez crediticia.
Sería preciso implantar medidas que inviertan el proceso, o sea, que las entidades financieras volvieran a abrir la mano del crédito. Pienso que este objetivo podría lograrse si los préstamos hipotecarios se pusieran al corriente de sus vencimientos. A tal efecto, el Estado cubriría los pagos correspondientes a dos anualidades, subrogándose en la deuda de los titulares. Se evitarían así los desahucios por falta de pago, se estimularía el consumo y los bancos y cajas dispondrían de fondos para atender la demanda de los empresarios a la vez que disminuirían la obligación de dotar provisiones por fallidos. Es decir, entraríamos en un círculo virtuoso en el que dejarían de influir los factores que alimentan la recesión.
Dada la imprevisión, la negación y la ignorancia, no es de extrañar que sus efectos se propagasen con tanta rapidez y alcanzasen la profundidad que conocemos. La demora del diagnóstico explica que la terapia aplicada fuese tardía y que las medidas adoptadas hasta ahora, un tanto inconexas, hayan tenido escasa eficacia. Sí sirvieron para que los causantes salvaran su pellejo con inyecciones de capital público que pagamos todos.
En lo que suele haber general asentimiento es en que las circunstancias imponen un menor gasto público y un refuerzo de los ingresos presupuestarios. Lo primero exige reducir partidas que no se consideren imprescindibles, y lo segundo obliga a una elevación de los impuestos. Desechados los recortes sociales entre los que se incluyen las cuantiosas prestaciones por desempleo por la contestación que suscitarían, tampoco es aconsejable suspender la ejecución de obras públicas porque implicaría un aumento del paro, de por sí situado en niveles dramáticos. El margen de maniobra no es muy amplio pero si se quiere evitar el impacto en las rentas más bajas y buscando al mismo tiempo la ejemplaridad, las medidas de ahorro podrían congelar e incluso rebajar porcentualmente los sueldos más altos de los políticos y funcionarios públicos, la supresión de determinados organismos redundantes, evitar en lo posible la publicidad institucional, restringir el uso de vehículos oficiales, y limitar los viajes de funcionarios y diputados. En resumen reducir los gastos corrientes y adelgazar las Administraciones.
El aumento de los impuestos siempre es mal recibido por los contribuyentes que pueden traducir su enfado en negarle el voto al partido gobernante en favor de los que se opongan aun cuando esta actitud carezca de razones de peso, ya que sin ingresos públicos suficientes, el Estado del bienestar dejaría de cumplir su función.
El buen sentido aconseja que la nueva fiscalidad repercuta lo menos posible en la disminución del consumo y en el aumento del IPC. Por esta y otras razones de equidad, el aumento tributario debería recaer sobre los impuestos directos, y en concreto, sobre los ingresos personales en sus tramos más altos. Pero el Gobierno encontró más fácil y con menos resistencia recargar el IVA, pasándoles la factura a los consumidores en general sin distinción del poder adquisitivo de cada uno.
Tal medida agrava la regresividad del sistema tributario y su inequidad, como pone de relieve el hecho de que siendo la participación de los salarios inferior al 50% de la renta nacional, soportan el 80% del IRPF. Esta desigualdad se acentúa desde que el gobierno socialista, que se proclama progresista y de izquierda, copiando la medida del gobierno del Partido Popular, suprimió el impuesto sobre el patrimonio y rebajó la tarifa máxima del impuesto sobre la renta del 48% al 45%.
La crisis que padecemos se caracteriza por una drástica sequía del crédito bancario que contrae la actividad económica, acrecienta el paro, disminuye el consumo y eleva la morosidad, cerrándose así el círculo vicioso que estrangula la capacidad del sistema financiero para engrasar la maquinaria económica con la necesaria fluidez crediticia.
Sería preciso implantar medidas que inviertan el proceso, o sea, que las entidades financieras volvieran a abrir la mano del crédito. Pienso que este objetivo podría lograrse si los préstamos hipotecarios se pusieran al corriente de sus vencimientos. A tal efecto, el Estado cubriría los pagos correspondientes a dos anualidades, subrogándose en la deuda de los titulares. Se evitarían así los desahucios por falta de pago, se estimularía el consumo y los bancos y cajas dispondrían de fondos para atender la demanda de los empresarios a la vez que disminuirían la obligación de dotar provisiones por fallidos. Es decir, entraríamos en un círculo virtuoso en el que dejarían de influir los factores que alimentan la recesión.
2 comentarios:
Don Pío, hace usted un análisis impecable de la crisis actual; mi opinión es que necesitamos, o bien una clase política con auténtica vocación de servicio públco, o bien controles exhaustivos sobre la gestión de nuestros numerosos gobiernos; y esto ya sea en época de crisis o de bonanza.
Un afectuoso saludo.
Todos lamentamos el penoso espectáculo que desacredita a los políticos que lo protagonizan. Estos personajes no son marcianos, lo cual nos lleva a admitir que son reflejo de nuestra sociedad, pese a lo cual, no debe inducirn os a no buscar fórmulas de selección que cierren el paso a quienes acceden a la política con el afán de "forrarse" como declaró uno de ellos en cierta ocasión. Los partidos dicen dotarse de códigos éticos, pero la aplicación que hacen de ellos se limita a denunciar la falta de los mismos en las formaciones rivales. Controles existen -no sé si los suficientes- pero a menudo fallan en su cometido. ¿Y quie controla a los controladores? Hoy por hoy, muchos políticos sufren una acusada carencia de ética que es muy preocupante.
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