El drama del hombre moderno reside en su incapacidad de evolucionar sicológicamente al mismo ritmo que lo hacen los cambios promovidos por el desarrollo de la ciencia y la técnica a lo largo de un proceso imparable crecientemente acelerado. De este desfase se derivan las dificultades para acomodar sus actitudes vitales a las nuevas situaciones a las que ha de enfrentarse. La inadaptación se produce porque el mundo cambia con más rapidez que nuestra mentalidad con el riesgo de que la asimetría se agudice con el tiempo progresivamente en lugar de converger.
Las nuevas realidades han originado el nacimiento de la bioética como rama de la ética filosófica dedicada a investigar la dimensión moral de prácticas y técnicas relacionadas con la vida y la muerte, partiendo de los principios éticos de no dañar y no instrumentalizar a las personas como medios de otros fines porque ambos son la base de la dignidad humana que, según Kant proceden de que no podemos ser utilizados como medios ni tenemos precio.
Un terreno especialmente conflictivo con la ética es el de la biotecnología, cuyos espectaculares avances en los últimos tiempos suscitan dilemas entre las posibilidades terapéuticas y las amenazas implícitas que evocan el mito prometeico.
Limitándonos aquí y ahora al tema de la procreación mediante la técnica de la fecundación asistida, su aplicación da lugar a una casuística muy compleja que se enriquece constantemente originándose cuestiones que llegaron a los tribunales y trascendieron a los medios de comunicación.
La fecundación asistida, si bien proporciona los medios de que personas estériles puedan tener descendencia, también da lugar a situaciones polémicas que han puesto en más de un aprieto a los bioéticos, por cuanto sus postulados distan de ser aceptados por unanimidad.
La técnica consiste en la extracción de óvulos y espermatozoides que son fecundados “in vitro”, y una vez obtenidos los correspondientes embriones, son implantados en el útero de la mujer, conservando los sobrantes congelados por si fuera necesario repetir el intento.
Como resultado, surge una serie de interrogantes que han merecido respuestas de variado signo. He aquí algunos ejemplos: ¿Qué destino debe darse a los embriones sobrantes? ¿destruirlos?, ¿donarlos?, ¿emplearlos para investigación sobre células madre?. ¿Puede decidirlo uno de los donantes o requiere el acuerdo de ambos? El problema se complica en caso de separación o divorcio o si uno de ellos hubiera fallecido porque la utilización podría tener implicaciones económicas como derechos de herencia.
Para resolver situaciones de infertilidad de la mujer se puede recurrir a las llamadas madres de alquiler, pero si ésta, llegado el parto se niega a entregar el recién nacido, ¿cual de las dos madres tiene el derecho de maternidad?
Con el fin de evitar la transmisión de enfermedades hereditarias existe el empleo del diagnóstico preimplantacional para aplicar la selección de embriones con el fin de elegir los que no tengan genes defectuosos. En principio, este supuesto no presenta objeciones de tipo moral, pero si se generalizase su aplicación a medida que se conozcan las funciones de los genes se podría incurrir en procesos de selección de sexo y de determinadas cualidades eugenésicas, que esto sí que es rechazado por la mayoría de los bioéticos.
¿Se consideraría aceptable que la Seguridad Social sufragase el elevado coste de los procesos a costa de otras prestaciones?
¿Desde qué edad y hasta qué edad sería lícito que una mujer se acogiera a la fecundación asistida?
La biología y la medicina van por un lado y la técnica va por otro. Hacer compatibles los beneficios que aporta la ciencia y que se respete la dignidad de las personas es el gran reto pendiente que se complica a medida que se agranda la distancia entre el conocimiento científico y su encaje en normas éticas, dado que siempre habrá una zona difusa entre lo técnicamente posible y lo moralmente aceptable. La línea de separación entre ambos puntos de vista es demasiado tenue.
El criterio a seguir en estos casos ha de regirse por los cuatro principios considerados rectores de la bioética, esto es, autonomía (que implica responsabilidad de los actores), beneficencia, que induce a actuar en beneficio de otros, no maleficencia, o sea, no causar daño, y justicia, que significa tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales.
jueves, 5 de marzo de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Hola Pío, este es sin duda uno de esos temas donde la religión y el progreso no hacen muy buenas migas, y donde los ciudadanos ateos y los creyentes encontrarán siempre motivo de disputa. Y es que ambos bandos pueden coincidir en la valoración ética de muchas cosas (como por ejemplo que no es bueno matar, robar, engañar, etc.), pero hay algunos terrenos, como la biomedicina, en los que sus posicionamientos pueden llegar a divergir mucho, de ahí los apasionados debates que se producen en torno a cuestiones como la ley del aborto (o de la "interrupción voluntaria del embarazo", como la llaman algunos con una expresión eufemística pero no por ello desacertada).
Publicar un comentario