lunes, 6 de febrero de 2017

Estado de malestar



Al terminar la II Guerra Mundial se inició una corriente socialdemócrata que buscaba proteger a los ciudadanos en situaciones de infortunio como pueden ser la vejez, la enfermedad o el paro, lo que se tradujo en un sistema público de pensiones, sanidad y educación universales y gratuitas, y prestaciones de desempleo. Al conjunto de estas medidas sociales se les dio el nombre de Estado de bienestar.
    El sistema fue tachado de intervencionista, y para combatirlo se abrió paso el neoliberalismo económico inspirado en las teorías elaboradas por la Escuela de Chicago y adoptadas inicialmente en la década de los ochenta por dos gobernantes anglosajones: Ronald Reagan en EE. UU y Margaret Thatcher en Inglaterra. El objetivo era promover la máxima libertad de actuación a la iniciativa privada a cambio de restar atribuciones al Estado, al que se acusaba de ser el problema y no la solución, debilitar a los sindicatos y facilitar la libre circulación de bienes, servicios y capitales. La tendencia se extendió por muchos países, entre otros los miembros de la UE, y en todas partes se procedió a privatizar los servicios públicos, a los que se redujo la asignación de recursos públicos como consecuencia de las rebajas de impuestos para así poder acusarlos de ineficientes. Se crearon planes privados de pensiones, se apoyó la enseñanza privada y se aceptaron inversiones privadas en la sanidad.
    Para el neoliberalismo  la eliminación de funciones del Estado no impide contar con él como instrumento de último recurso en situaciones de crisis que confirman la falsedad de las teorías según las cuales el mercado se corrige por sí mismo. En estos casos se utiliza como chantaje la pérdida de empleo de miles de trabajadores. Basta recordar el rescate de los bancos, el de las autopistas radiales o el fracaso de la construcción de un almacén de gas en las costas de Tarragona y Castellón.
    La fórmula consiste en privatizar las ganancias y socializar las pérdidas. El Estado se convierte en salvador del gran capital y entre tanto, las grandes fortunas eluden la presión fiscal y defraudan los impuestos sirviéndose de los paraísos fiscales cuya existencia se mantiene pese a las promesas de los políticos que una vez expresadas caen en el olvido. Son instituciones cuya actividad favorece especialmente a los tiburones financieros y a los tráficos ilícitos  gracias al secreto bancario.
    El resultado de la evolución ideológica en la situación actual en que crecen simultáneamente el empobrecimiento de la clase media y la ganancia de una élite oligárquica aunque a muy distinto ritmo, se crea empleo con contratos basura a la vez que se incrementa la corrupción de los políticos y la desigualdad social.  Sirva de ejemplo el reciente informe del Banco de España el cual apunta que el 1% más rico posee el 20% de la riqueza de España. Lo peor, si cabe es que su participación pasó del 16,87% en 2011 al 20,27% en 2014.
    En este contexto se explica el disgusto de tanta gente que dio lugar al surgimiento de  nuevos partidos políticos reivindicativos que ilusionaron a muchos electores, si bien las esperanzas puestas en ellos no han sido de momento confirmadas por los hechos. Todo ello configura lo que podríamos llamar el Estado de malestar. Se necesitan fórmulas innovadoras que faciliten la distribución equitativa  de la renta nacional entre todos los ciudadanos  a fin de que la brecha  que separa a ricos y pobres, a ganadores y perdedores,  tienda a estrecharse en lugar de agrandarse como ahora sucede . La primera medida debería consistir en que el tratamiento fiscal de las rentas de capital sea similar al que soportan las procedentes del trabajo.
    España y el mundo están a la espera de nuevas políticas que de forma pacífica conduzcan la nave de los Estados a arbitrar soluciones realistas y justas que respeten las libertades individuales y los derechos humanos. Ojalá que la espera no se haga interminable.

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