sábado, 7 de febrero de 2015

Sorpresas de la historia



    El 4 de octubre de 1999 tuvo lugar en Madrid un acto de gran simbolismo. En el marco de la visita oficial a España, el entonces presidente de la República francesa, Jacques Chiraq, homenajeó a los héroes del 2 de mayo de 1808, depositando una corona de flores sobre el monumento que les recuerda en la plaza de la Lealtad.
    ¡Quién diría a Daoiz y Velarde que, pasado el tiempo, les rendiría honores el máximo representante del pueblo cuyos soldados fueron los ejecutores! De saberlo, es dudoso que hubieran ofrendado sus vidas por defender lo que interpretaron como los sagrados intereses de la patria y resultaron ser las puertas que abrieron el reinado de Fernando VII,  de infausta memoria, llamado primero el Deseado y después el rey Felón. La ofrenda floral de Chiraq a los que cayeron frente a las tropas napoleónicas recorta la postración de hinojos del canciller alemán, Willy Brandt ante el monumento a los judíos masacrados por los nazis en el gueto de Varsovia, y a otros actos de contrición pública a los que asistimos en los últimos tiempos.
    La historia ofrece abundantes testimonios de hechos que en su día fueron juzgados como gestas gloriosas y que más tarde fueron juzgados como episodios desafortunados cuando no criminales por la ceguera de los políticos que no quisieron o pudieron evitarlos. Más pronto o más tarde se impone la rectificación y surge la necesidad del desagravio, implícito o expreso de las víctimas sacrificadas.
    En la historia moderna, España no está exenta de estas trágicas paradojas. Pensemos, por ejemplo, en cómo se desarrolló la emancipación de la América hispana y de Filipinas. Los héroes de la independencia fueron juzgados traidores y los que cayeron en poder del ejército español fueron ejecutados como el cura mexicano Miguel Hidalgo o el joven poeta filipino José Rizal.
    De las cruentas guerras que España libró para conservar su imperio de ultramar cosechó las derrotas de Ayacucho, Chacabuco y Maipú, Carabobo y Boyacá que dieron la independencia a Perú, Chile, Venezuela y Colombia. Los vencedores de aquella contienda fratricida no solo son los libertadores de sus países, sino que también en España se les honra con estatuas y se les dedican calles y plazas, en tanto que los vencidos han caído en el más espeso de los olvidos que es como una segunda muerte de los que perecieron en combate. Que nadie busque en las enciclopedias los nombres del virrey La Serna, de Rafael Maroto o de Ceballos y Cajigas. Quizá la excepción se da con Pablo Morillo, que mandaba el ejército derrotado por Bolívar en Boyacá, por su actividad política posterior. Quienes hicieron morder el polvo de la derrota a nuestro ejército a menudo se les dedicaron monumentos en nuestras ciudades o dan nombres a calles de las mismas (Artigas, Bolívar, San Martín…).
    En Vigo, donde al principio de su carrera militar contribuyó a expulsar de la entonces villa a los ocupantes franceses (gabachos, como se decía entonces) corona Morillo el monumento levantado a los héroes de la Reconquista en la Plaza de la Independencia.
    ¿Cómo alguien podría explicarles a los miles de españoles muertos a manos de los Cambises o por efecto de la malaria en la manigua cubana, o en la batalla naval de Santiago que su sacrificio iría seguido 55 años más tarde, de un acuerdo por el que Estados Unidos, artífice de nuestro descalabro, ocuparía como aliado y amigo bases en la metrópoli que siguen manteniéndose desde 1953 en Morón de la Frontera y en Rota?
    Cervantes dejó escrito que la historia es maestra de la vida, pero los alumnos, que somos nosotros, cosechamos abundantes suspensos en todos los exámenes porque olvidamos sus lecciones y repetimos los mismos errores como hemos hecho en Africa. ¿Cuántas guerras no habrían tenido lugar en el mundo si los líderes políticos hubieran hecho más uso de la cordura, la sensatez y la ética, y menos de la arrogancia, la violencia y el fanatismo?

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