sábado, 15 de noviembre de 2014

Ser dueños de sí mismos



    Cuando designamos los órganos que alberga nuestro cuerpo los nombramos precedidos de los adjetivos posesivos mi o mios. Así, por ejemplo, decimos mi corazón, mi estómago, mis pulmones, etc.; pero ¿es real esta posesión? Cuando uno tiene la propiedad de algo se sobreentiende que ejerce  su dominio y puede escoger el uso que quiera darle, situación que en el caso que nos ocupa, no responde a la realidad, dado que nuestra capacidad de disponer sobre su funcionamiento es escasa o nula.
    Tomemos como muestra la relación bilateral con el corazón, un músculo que tiene una importancia capital en la duración y normalidad de nuestra vida, como lo demuestra ser una de las causas más frecuentes de fallecimiento.
    De acuerdo con nuestros conocimientos, el corazón puede pedirnos indirectamente  que no ingiramos mucha sal, que no bebamos un exceso de alcohol, que realicemos un mínimo de ejercicio físico y que no le sometamos a estrés, pero aunque cumplamos  a rajatabla estos mandatos, nada nos garantiza que él responda a nuestros deseos, y al margen de nuestra voluntad puede acelerar sus pulsaciones aumentándolas (taquicardia) o ralentizarlas (bradicardia) sabiendo que esta desviación del ritmo es un factor de riesgo para el mantenimiento de nuestra salud.
    En resumen, nuestra supuesta propiedad orgánica es ilusoria y más prudente sería afirmar que la relación con nuestros órganos internos es la de ser sus servidores o usuarios, pero no poseedores.
    Si el corazón pudiera dialogar con nosotros, tal vez alegaría que no lo hemos creado ni adquirido; lo hemos recibido gratuitamente de nuestros progenitores en usufructo, y por tanto, sin título de propiedad, lo cual se traduce en una relación desigual en la que dichos órganos deciden por su cuenta y disponen de nuestra salud ignorando nuestras apetencias y necesidades.
   Como no hay regla sin excepción, existe un único caso de una parte de nuestro cuerpo de la que podemos regular su actividad. Se trata de los órganos sexuales. Podemos emplearlos para cumplir la función reproductiva o mantenerlos inactivos por la castidad. No es mucho, mas es de gran importancia, ya que de ello depende la continuidad de la especie. Ser transmisores de vida comporta una enorme responsabilidad que no siempre se asume.
    Resultado de nuestra libertad de actuación en el campo de la actividad sexual es la obligación de atenernos a las consecuencias que se derivan, que encuentra su más clara manifestación en la admisión o rechazo de la interrupción voluntaria del embarazo. Lo que está implícito en la elección es si la madre es dueña de su cuerpo o debe soportar que otros decidan por ella.
    En la mayoría de los países desarrollados un sector de la población se opone al aborto por razones religiosas, en tanto que los gobiernos lo autorizan dentro de un límite temporal de la gestación y en función de la viabilidad del feto. No obstante, sigue siendo un tema polémico, origen de agrias disputas entre defensores y detractores. En España el aborto ha dado lugar a dos leyes y se planteó una tercera que más tarde fue retirada, con criterios diametralmente distintos de las precedentes.
    Pienso que un factor muy importante a la hora de decidir debe de ser la voluntad de la madre a  decidir, porque es protagonista y víctima a la vez de las circunstancias. Los hombres solo somos espectadores.

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