domingo, 16 de febrero de 2014

¿Qué nos ha pasado?


    Es tan intensa y extensa la ola de corrupción que nos invade que uno se pregunta cual puede haber sido la causa de tamaña relajación moral de las costumbres que ha contagiado a buena parte de la sociedad, sin que ello suponga que venimos de un pasado ejemplar.
    Lo cierto es que los escándalos que vamos conociendo día a día a través de los medios de comunicación superan nuestra capacidad de asombro para transformarse en desconfianza general e indignación.
    La codicia pervirtió la conciencia  de muchas personas tenidas por honorables y se extendió a buena parte de las instituciones, desde las más altas del Estado (Corona, poder ejecutivo y judicial) hasta los gobiernos autónomos y locales con los respectivos organismos por ellos creados, sin olvidar los agentes sociales y económicos, e incluyendo, por supuesto, a directivos empresariales. Casi parece que no se corrompió quien no tuvo ocasión de hacerlo.
    Uno de los frutos amargos de la situación creada fue la crisis que padecemos. Entre 1995 y 2009, España vivió una época de prosperidad ficticia, ayudada en parte por más de un billón de euros procedentes de la ayuda de la UE, haciendo creer a los gobernantes que el crecimiento económico no tenía por qué interrumpirse y que el enriquecimiento era fácil como dijo un ministro de Economía. En este caldo de cultivo se relajaron los frenos legales, éticos y religiosos con derroche de fondos públicos, prevaricación, apropiación indebida, gestión fraudulenta, falsedad contable, fraude a Hacienda y pérdida del respeto al endeudamiento familiar, empresarial y público.
    La burbuja estalló en 2009 y los gobiernos del PP y PSOE contrajeron una grave responsabilidad por no contener a tiempo el apalancamiento de la banca y adoptar medidas para mantener embridado el déficit por cuenta corriente.
    Otro factor que contribuyó a empeorar las cosas fue la descentralización de la Administración, basada en el principio de subsidiariedad que presupone ventajas por la aproximación de la Administración a los ciudadanos. Sin negar que esto sea cierto, también es preciso admitir que incorpora disfunciones como facilitar el clientelismo y amiguismo, lo que se traduce en el ámbito municipal en decisiones tomadas bajo presión de intereses particulares como pueden ser recalificaciones urbanísticas especulativas o la licitación de obras a dedo. Si las decisiones se toman a distancia es más fácil eludir las presiones interesadas.
    Veamos tres muestras que corroboran lo dicho: Primero, la UE advirtió al Gobierno de la inadecuación de la legislación hipotecaria con cláusulas tan desiguales como la llamada  “cláusula suelo” y la no admisión de la dación en pago de deuda; después el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo anulando la conocida como “doctrina Parot” por aplicación indebida del principio de irretroactividad penal; y muy recientemente la Comisión Europea anunció la apertura de expediente a siete clubes de fútbol por subvenciones públicas ilegales, recalificaciones de terrenos sospechosas y tratamiento fiscal privilegiado. Todas ellas, son irregularidades que han tenido que ser desmontadas desde Bruselas para vergüenza y sonrojo nuestro.
    Se aduce a veces para justificar el malestar actual que todos hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, pero esto es una verdad a medias. No los trabajadores normales ni mucho menos los pobres compraron segunda vivienda, cambiaron de coche cada año o se fueron de vacaciones a países lejanos. Quienes incurrieron en tales gestos de ostentación fueron, sobre todo, miembros de la clase política y de clase media alta.
    ¿Hemos de resignarnos a convivir con un nivel de corrupción igual o mayor que el que tenemos ahora, como algo inevitable e innato de la condición humana? Admitamos que como seres imperfectos que somos no se puede erradicar el mal como si de una enfermedad física se tratase, curable con un antibiótico. Reconozcamos también que las prácticas corruptas no son exclusivas de ningún país. Lo que singulariza el fenómeno en España es la facilidad con que se disculpa por la opinión pública y la falta de un código ético promovido y respetado por los partidos políticos. Anta la inculpación judicial de un político el interesado se declara inocente y tranquilo, y a continuación sus correligionarios se ofrecen a poner la mano en el fuego por él (y con frecuencia la queman).
    Siendo un hecho patente la dificultad de acabar con la corrupción, la aplicación de un plan coherente podría lograr que la honradez de los cargos públicos fuera la norma y el engaño o la extorsión fueran la excepción. El plan en cuestión debería incluir medidas preventivas de eficacia demorada como la educación en valores y también medidas represivas, de acción inmediata. En este contexto, creo que fue un error de origen ideológico la supresión de la asignatura “Educación ciudadana”.
    Sin propósito exhaustivo sino a título enunciativo, en cuanto a la represión de las conductas dolosas, propondría los siguientes tratamientos: Imponer una amplia ley de transparencia de los actos administrativos, publicar el patrimonio al ingresar en el cargo político y al abandonarlo, establecer sistemas de control interno, evitando en lo posible las decisiones unipersonales, reformar el Tribunal de Cuentas de forma que sea independiente para que pueda proponer sanciones a los infractores y dotarlo de  medios personales y materiales para que pueda enjuiciar el año anterior a la inspección, evitando el retraso con que ahora funciona, establecer sanciones penales a las corporaciones locales que tomen acuerdos en contra de los informes preceptivos del secretario e interventor de las mismas. Por último, para que los ciudadanos no tengamos motivos  para quejarnos de la lentitud de  los procesos judiciales, revisar y actualizar sus  Reglamentos y dotar a los órganos de Justicia del personal suficiente y de los recursos presupuestarios a fin de que puedan cumplir su función y no se demoren más de lo indispensable los autos y sentencias.

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