martes, 15 de octubre de 2013

Acción y reacción social



    Afirmar que vivimos un tiempo de cambios acelerados es una obviedad pero identificar la dirección que apuntan los cambios, descubrir las causas que los originan y otear el futuro al que nos conducen, es tan útil como necesario.
    Una de las transformaciones más llamativas que observamos en las políticas sociales de los gobiernos es la que tiende a acabar con el Estado de bienestar nacido en Europa tras la II Guerra Mundial en 1945. Desde entonces se fueron creando y perfeccionando las prestaciones sociales que amparaban a toda la población contra el paro involuntario, la enfermedad y la ignorancia, implantándose un sistema de protección universal y gratuito que protegía a todos contra el desamparo, desde la cuna a la tumba.
    El nuevo “status” se sostenía en dos pilares básicos: el pleno empleo y la equidad de la presión fiscal progresiva, lográndose así una moderada redistribución personal de la renta.
    A partir de los ochenta del pasado siglo adquirió predicamento la ideología del neoliberalismo económico defendida por el economista norteamericano Milton Friedman e implementada por el presidente Ronald Reagan en EE.UU. y por la primera ministra Margaret Thatcher en Gran Bretaña. La política de ambos propugnaba la liberalización de los mercados financieros, la privatización de las empresas públicas, la flexibilidad de la contratación laboral, la debilidad de las organizaciones sindicales y la reducción de las prestaciones sociales.
    Según esta teoría, el Estado es el problema y no la solución, y en consecuencia, el Estado de bienestar inició un viaje hacia el Estado de malestar. El triunfo se vio favorecido por dos acontecimientos: el colapso del comunismo soviético y la mundialización o globalización de la economía que obliga a competir a los trabajadores de un país socialmente avanzado con los de otros en los que los salarios son mínimos, la seguridad social está ausente y las medidas medioambientales brillan por su ausencia.
    Las consecuencias de estas medidas, fáciles de prever, son, entre otras, el aumento del paro, la precarización de las condiciones de trabajo, el aumento de la desigualdad social y, en definitiva, las crisis socioeconómicas. Si a todo esto añadimos el efecto de los adelantos técnicos que eliminan del mercado a parte importante de la mano de obra en los procesos productivos, es fácil prever un panorama sombrío que puede provocar inestabilidad socioeconómica.
    El remedio está en manos de las élites políticas y culturales pero también en el pueblo, por el poder que le otorga su capacidad de elegir a gobernantes que ofrezcan proyectos audaces, realistas y viables de reformas adaptadas a los cambios sin renunciar a la solidaridad y a la justicia. Si una economía consigue aumentar el PIB, debe buscar un reparto equitativo de los frutos del crecimiento, evitando que se acumulen en las minorías opulentas a costa de las clases más vulnerables.
    Hasta ahora, una de las causas de que esta tendencia negativa se consolidase fue el pecado por acción u omisión de la socialdemocracia que se acomodó a los dictados de los partidos conservadores y secundó sus medidas encaminadas a rebajar impuestos directos, aceptar la precarización del trabajo, o mirar para otro lado cuando la participación del factor trabajo en la renta nacional se empequeñecía a ojos vista en beneficio del capital.
    El más reciente gesto de esta política antisocial se lo debemos al rey de Holanda que en septiembre pasado pronunció un discurso dictado por el gobierno socialdemócrata en el que dio por muerto al Estado de bienestar para pasar a una sociedad más “participativa”, consistente en que los ciudadanos se las arreglen como puedan, es decir asumiendo gastos propios de sanidad, educación y desempleo que hasta ahora se consideraban deberes del Estado.
    Si se continúa tensando la cuerda, y si, como enseña la física, toda acción provoca una reacción igual y contraria, es de temer que la situación desemboque a medio plazo en un estallido social. Desgraciadamente, la historia es pródiga en ejemplos en los que la injusticia pertinaz abrió las compuertas a la violencia ciega de las masas exasperadas.

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