lunes, 12 de agosto de 2013

Tendencias en el mercado de trabajo



    Desde que James Watt inventó la máquina de vapor y Edmund Cartwright el telar mecánico en el siglo XVIII, existe un antagonismo permanente, variable en su intensidad a lo largo del tiempo, entre la clase trabajadora y el empleo de máquinas en la industria, con manifestaciones que en algún caso revistieron carácter dramático.
    Los trabajadores ven en las máquinas un enemigo peligroso que les arrebata su modo de vida. En la medida en que se incrementa la mecanización de las tareas disminuyen las oportunidades de empleo.
    Es una paradoja que el progreso de la técnica redunde en perjuicio de los trabajadores por oposición de intereses, como una característica propia del capitalismo, el cual, una vez colapsada la Unión Soviética se impuso en casi todo el mundo, incluidos los países nominalmente comunistas, tales como China o Vietnam.
    Los empresarios intentan poner en el mercado bienes y servicios a bajos precios para vencer la competencia y favorecer el consumo masivo y lograr así las mayores ganancias. Para conseguirlo han de abaratar los costes de producción y a tal fin emplean máquinas que, al contrario de las personas, no enferman ni piden vacaciones.
    Ocurre, sin embargo, que si el proceso de sustitución se generalizase la consecuencia sería una mayor dimensión del paro con la consiguiente pérdida de poder adquisitivo de los consumidores, con lo cual el empresario no podría dar salida a sus productos y estaríamos ante una crisis de oferta, como la que por diversos motivos estamos viviendo. Por mucho que se redujeran los precios no habría compradores. Independientemente de otros factores, la situación refleja lo que sucede en la UE con 26 millones de desempleados de los cuales el 25% son conciudadanos nuestros, y con ello, el desaprovechamiento de la capacidad productiva y achatarramiento de industrias y el cierre de negocios.
    Como los conocimientos se multiplican y los inventores no descansan, el progreso técnico es imparable y nada hará que se detenga. En los últimos tiempos el proceso se ha agudizado extraordinariamente a impulso de los avances espectaculares registrados en materias como la electrónica, la robótica, las TIC (técnicas de información y comunicación) e Internet, que llevan a la automatización de muchas industrias a un ritmo cada vez más acelerado que ha conseguido aumentar exponencialmente la productividad del trabajo. Pensemos en la que se registraba en la fabricación de automóviles hace veinte años y la que se logra ahora. Otro ejemplo es el empleo de gigantescas tuneladoras que perforan montañas que antes requerían el concurso de muchos operarios en condiciones de peligro, causante de accidentes laborales. El funcionamiento de estas máquinas pesadas requiere pocos trabajadores muy formados. Gracias al empleo de esta maquinaria, la construcción de grandes infraestructuras como autopistas o ferrocarriles se realiza en menos tiempo, menos accidentes y menos mano de obra.
    Ultimamente la automatización cobra mayor rapidez y amplitud. El empleo de sensores o chips conectados a un centro tiene múltiples aplicaciones industriales y ya se cuenta con máquinas controladas por otras máquinas. Son un ejemplo los artefactos enviados a Marte dirigidos desde un centro en Tierra. Chips conectados a Internet permiten monitorizar servicios como la red de semáforos de tráfico o el sistema de alumbrado público. La hazaña más reciente la hemos vivido el 12 de julio por televisión al ver como un avión no tripulado se posaba solo en un portaaviones norteamericano.
    Uno de los cambios más espectaculares es el que afecta a las telecomunicaciones que deja obsoletos los sistemas empleados anteriormente. Es lo que el econonomista austriaco Joseph Schumpeter llamó destrucción creativa del capitalismo que elimina unos empleo y crea otros, pero los nuevos son muchos menos que los que se pierden. El profesor de la London School of Economics, Carsten Sorensen, señala como muestra que las grandes compañías de la nueva economía (Apple, Google, Facebook y Amazon) ocupan a 219.191 empleados, en tanto que solo Volkswagen, la mayor empresa automovilística europea, da trabajo a 552.425 personas.
    Los efectos de esta “tercera revolución industrial” como la bautizó Jeremy Rifkin conducen a un futuro próximo en el que el trabajo será un factor escaso cuyo desempeño exige un alto nivel de formación y especialización. Los trabajadores no cualificados tendrán pocas oportunidades y el paro masivo será un problema permanente de difícil gestión. Lo que ello significa lo ejemplifican los 48 millones de desempleados de la OCDE. La consecuencia inevitable será el aumento de la inestabilidad social y la pérdida de peso de las rentas salariales respecto de las del capital.
    En esta situación no será fácil conciliar la fuerza creadora de riqueza que caracteriza al capitalismo con la capacidad distributiva que se espera de la democracia. Si no se consigue la adaptación, estaremos ante una sociedad dual, con una minoría de superricos y la mayoría de la población con escasos ingresos. Los cambios en el mercado de trabajo darán lugar a un grupo relativamente pequeño de técnicos especializados con alta retribución y a otro mucho mayor sin esa preparación con bajos salarios.
    El nuevo paradigma estará marcado por una enorme masa de parados, una profundización de la desigualdad social con presencia de una elite plutocrática de familias multimillonarias y un Estado mínimo a su servicio.
    Este futuro imperfecto no es algo fatal e inexorable. En la medida en que consigamos perfeccionar la democracia para que responda a los intereses de la mayoría se podrán evitar los efectos perniciosos que propiciaría la tendencia a la acumulación de la riqueza en poder de una oligarquía.
    Al convertirse el trabajo en un recurso escaso, habrá que repartirlo y a tal efecto deberá reducirse la jornada laboral y/o alargar el período de vacaciones. Al mismo tiempo será preciso crear nuevos yacimientos de empleo en el campo de los servicios sociales (sanidad, educación justicia, formación profesional, cuidados de la dependencia), y estableciendo por ley el salario mínimo y máximo. Para financiar las nuevas prestaciones es indispensable implantar un sistema fiscal que provea al Estado de los recursos necesarios mediante una distribución equitativa de las cargas tributarias entre los contribuyentes en función de sus ingresos. Evidentemente, la tarea no será fácil porque se enfrentará a la resistencia de los intereses creados, y los cambios exigirán un cambio de mentalidad que implica una experta y honrada administración de lo público y la moderación del consumismo que nos esclaviza.

1 comentario:

Marcos dijo...

Yo, aunque veo difícil que se llegue a una sociedad dual con unos pocos ricos y una gran mayoría pobre, sí veo una detestable tendencia a que el problema del paro se vuelva crónico, generando bolsas de pobreza en una parte de la población que lo padece de manera habitual, y no aportando soluciones verdaderas para ello. Quizá uno de los mayores problemas del actual sistema democrático es que es un sistema que permite que pueda haber un 40% de población deprimida, ya que mientras el otro 60% esté satisfecha, tendrán la mayoría y las cosas seguirán igual.