El continente africano vive una situación caótica y dramática, sin que se vea la luz al final del túnel. Como si en él se hubieran dado cita todas las plagas, conviven el hambre, la sequía, desertización, sida, paludismo, explosión demográfica, anarquía, corrupción y guerras tribales forman un catálogo de desastres que sumen a la población en la desesperanza. Una situación que tiende a empeorar conforme pasa el tiempo, cual si una maldición convirtiera en un infierno el continente negro. Somalia, Nigeria, Liberia, Guinea Bissau, Angola, Congo, Ruanda, Burundi, Sierra Leona, Zimbabwe, Mali, Sudán, son algunos de los nombres que aparecen con frecuencia en los medios de comunicación a medida que surgen en ellos brotes de revoluciones, golpes de Estado o matanzas monstruosas, a manera de erupciones volcánicas. En realidad, apenas se puede localizar en el mapa un país con un mínimo de estabilidad política donde haya arraigado la democracia y que conduzca sus asuntos de forma razonable en normalidad.
El mundo desarrollado cierra los ojos ante este sombrío panorama y mira para otro lado como si no supiera qué hacer, como no sea expoliar sus recursos naturales y enviar armas para que los dictadores de turno se mantengan en el poder o las empleen en guerras con los vecinos.
Últimamente varios Estados africanos han trasladado sus problemas a Europa en forma de emigraciones masivas incontroladas en condiciones de gran riesgo, a la búsqueda de unas condiciones de vida que les niegan sus países de origen, lo que provoca que en los países de destino como España e Italia aparezcan serias crisis de difícil gestión.
Las medidas adoptadas hasta ahora desde el exterior han sido otros tantos fracasos. No valen por insuficientes los envíos de misioneros y ONGs ni vale la donación de alimentos en situaciones de emergencia para después olvidarse de lo que allí ocurre, lo que tiende a convertir a los africanos en permanentes pedigüeños, en lugar de remediar las deficiencias estructurales, y vale todavía menos el comercio desigual que hace competir en los mercados los productos autóctonos con los de los países industrializados, exportados con subvenciones.
La situación se complica porque los gobiernos corruptos establecidos aprendieron muy bien el principio de soberanía nacional para rechazar cualquier interferencia exterior, cuya aplicación les sirve de pretexto para seguir gobernando despóticamente sin implantar las reformas que facilitarían el progreso económico y el bienestar de la población. Para esos países la independencia significó pasar de depender de una élite extranjera a una camarilla de oligarcas nacionales que detenta el poder en permanente disputa con rivales internos.
Pero la comunidad internacional no puede arrojar la toalla, tanto por razones de justicia y solidaridad como por conveniencia propia, pues no en vano la globalización ha transformado los problemas locales en internacionales que nos afectan a todos.
Pienso que se dan las condiciones necesarias para que Naciones Unidas convoque una conferencia de las mayores potencias económicas del mundo y de los líderes africanos de la que deberia salir una réplica del famoso Plan Marshall financiado por las primeras y consensuado con los gobiernos receptores que abra horizontes de esperanza al continente cuna de la humanidad.
El mundo desarrollado cierra los ojos ante este sombrío panorama y mira para otro lado como si no supiera qué hacer, como no sea expoliar sus recursos naturales y enviar armas para que los dictadores de turno se mantengan en el poder o las empleen en guerras con los vecinos.
Últimamente varios Estados africanos han trasladado sus problemas a Europa en forma de emigraciones masivas incontroladas en condiciones de gran riesgo, a la búsqueda de unas condiciones de vida que les niegan sus países de origen, lo que provoca que en los países de destino como España e Italia aparezcan serias crisis de difícil gestión.
Las medidas adoptadas hasta ahora desde el exterior han sido otros tantos fracasos. No valen por insuficientes los envíos de misioneros y ONGs ni vale la donación de alimentos en situaciones de emergencia para después olvidarse de lo que allí ocurre, lo que tiende a convertir a los africanos en permanentes pedigüeños, en lugar de remediar las deficiencias estructurales, y vale todavía menos el comercio desigual que hace competir en los mercados los productos autóctonos con los de los países industrializados, exportados con subvenciones.
La situación se complica porque los gobiernos corruptos establecidos aprendieron muy bien el principio de soberanía nacional para rechazar cualquier interferencia exterior, cuya aplicación les sirve de pretexto para seguir gobernando despóticamente sin implantar las reformas que facilitarían el progreso económico y el bienestar de la población. Para esos países la independencia significó pasar de depender de una élite extranjera a una camarilla de oligarcas nacionales que detenta el poder en permanente disputa con rivales internos.
Pero la comunidad internacional no puede arrojar la toalla, tanto por razones de justicia y solidaridad como por conveniencia propia, pues no en vano la globalización ha transformado los problemas locales en internacionales que nos afectan a todos.
Pienso que se dan las condiciones necesarias para que Naciones Unidas convoque una conferencia de las mayores potencias económicas del mundo y de los líderes africanos de la que deberia salir una réplica del famoso Plan Marshall financiado por las primeras y consensuado con los gobiernos receptores que abra horizontes de esperanza al continente cuna de la humanidad.
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