martes, 21 de septiembre de 2010

La Babel europea

Según cuenta la Sagrada Escritura, cuando los descendientes de Noé construyeron la famosa torre de Babel (nombre hebreo de Babilonia) a orillas del Eufrates, con la pretensión de alcanzar el cielo (Génesis,11) hablaban todos el mismo idioma, “que era el principio de sus empresas”, pero el proyecto de llegar tan alto no agradó al Creador, que en castigo les condenó a la confusión de lenguas “para que no entendieran más los unos con los otros”.
Desde entonces la maldición bíblica sigue vigente, y cada grupo étnico se lió a crear su propio código de expresión al que atribuyó el valor de máxima seña de identidad, con tal éxito que los filólogos no se ponen de acuerdo sobre el número exacto de los que se emplean en la actualidad, sin contar los muchos que naufragaron en el torrente de la historia. En nuestros días la personificación de la babélica torre corresponde sin duda a Bruselas por las múltiples capitalidades que acumula y la consiguiente mezcla idiomática que conlleva.
Bruselas, además de ser la capital belga lo es también de la Unión Europea y de la OTAN, convirtiéndose de hecho en la cabeza política, diplomática y militar del continente y conformando tal vez el complejo administrativo más amplio del mundo, con la posible excepción de Nueva York, sede de la ONU. Esto da a los bruselenses un marcado carácter cosmopolita, como muestra el hecho de que cuarenta de cada cien residentes son extranjeros. Funcionarios, políticos, diplomáticos y militares se dan cita en la urbe, donde existen tres parlamentos y tres ejecutivos, aparte de la corporación municipal..
Consecuencia de la concentración funcionarial propia y foránea es el gran número de lenguas que allí concurren. Solamente los representan tes de los 27 Estados comunitarios bastarían para darle colorido a la diversidad lingüística, pero a ellos hay que añadir las representaciones diplomáticas acreditadas ante el gobierno belga y la Comisión Europea. De todo ello resulta que ni el más prodigioso políglota podría identificar todas las hablas que se oyen en la Grand Place.
Bruselas es una ciudad multilingüe, pues constituye un enclave francófono en territorio flamenco, de forma que su nombre oficial es Bruselles para la población valona que se expresa en francés y Brusel para los moradores flamencos del Norte que tiene como lengua propia el neerlandés. Sobre este basamento bilingüe se asientan los hablantes de los socios de la UE que se mezclan con los inmigrantes de países extracomunitarios, como turcos, árabes o serbios.
Es obvio que Bruselas sería un pandemonium si cada cual pretendiera valerse de su lengua materna, por lo que el francés y sobre todo el inglés absorben los papeles principales de la comunicación, en perjuicio de los demás que son considerados huéspedes de segunda clase. El inglés va camino de instalarse como jerga común o lengua puente (a pesar de ser superada por la alemana en número de hablantes y ser vernácula del socio menos europeista), con lo que supone de claudicación colectiva ante la cultura anglosajona, al no prosperar la opción del esperanto que habría sido la solución más lógica y racional al no estar vinculado a ninguna potencia. La racionalidad no siempre es reconocible en las decisiones humanas.
Lo curioso es que una ciudad con voluntad internacional sea incapaz de convivir en armonía entre flamencos y valones, cuyas diferencias en torno a la forma del Estado ponen en riesgo la unidad de Bélgica.
Lamentablemente, los belgas no imitan el modelo suizo que mantiene vivas cuatro lenguas sin poner en peligro la unidad nacional.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Nos quedamos en nada

La importancia que los seres humanos hemos querido atribuirnos como reyes de la creación, ha sido desmentida tantas veces por la ciencia que ya apenas queda nada a que asirnos para seguir creyéndonos el obligo del mundo.
Nuestros antepasados dieron por cierto que el planeta que habitamos era el centro del Universo. Esta versión se debió a Claudio Tolomeo quien, en el segundo siglo después de Cristo la expuso, influido por el astrónomo Hiparco de Nicea (II siglo a.C.), en su monumental obra “Almagesto”.
Esta creencia se mantuvo hasta que el polaco Nicolás Copérnico (1473-1543) revolucionó la astronomía con su libro “De revolutionibus orbium coelestium”, aparecido tras su fallecimiento. En él afirmaba que la Tierra no es sino uno de los varios planetas del sistema solar que giran alrededor del Sol. Esta teoría fue confirmada por Galileo Galilei (1564-1642) al demostrar con el uso del telescopio lo avanzado por Copérnico, expuesto en su libro “Diálogo sobre los dos sistemas máximos del mundo”, publicado en 1632.
Desbaratada la teoría geocéntrica tolemaica, solo faltaba que el ojo crítico de la ciencia desmontara el supuesto origen divino de nuestros primeros padres y de la creación de las luminarias celestes como objetos para nuestro solaz nocturno.
Esta tarea corrió a cargo del británico Charles Darwin (1809-1882) quien, en “El origen de las especies” editado en 1859, estableció la teoría, no desmentida hasta la fecha, de que las diferencias que nos distinguen de otros animales son fruto de la evolución natural que comenzó con la aparición de la primera célula, tal vez hace unos 3.000 millones de años.
Alrededor de medio siglo más tarde, fue el siquiatra vienés Sigmund Freud (1856-1939) quien, en varias de sus obras, y especialmente en “La interpretación de los sueños” (1899) y “Tótem y tabú” (1913) puso de manifiesto la influencia del subconsciente en nuestro comportamiento, socavando así la fe en el libre albedrío.
Por último la secuenciación del genoma humano, llevada a cabo simultáneamente en 2000 por el Instituto Nacional de la Salud norteamericano (NIH por sus siglas en inglés) y el investigador y empresario Craig Venter, desveló el parentesco genético con nuestro pariente más cercano, el chimpancé, cuyo genoma es idéntico al nuestro en un 98,5%. Gracias a la igualdad de funciones de los genes de otras especies con los nuestros podemos hacer experimentos de laboratorio de utilidad médica con la mosca del vinagre, monos y ratones.
El próximo paso puede venir del conocimiento de las funciones cerebrales que reducirá aun más nuestra autoestima al acabar con la dicotomía platónica de cuerpo y alma, probando que el deterioro de una facultad mental va acompañado o precedido de lesiones neurológicas, poniendo fuera de juego las leyendas de endemoniados como origen de patologías mentales.
Si la Tierra no es más que una infinitésima parte del Cosmos, y nosotros una minúscula partícula de la naturaleza, una nonada, está claro que no hay razón en que fundamentar nuestras ansias de preeminencia, que somos seres contingentes, fruto del azar, y que nuestra conservación como especie está sujeta a los mismos avatares que cualquier otra añadida a la tendencia a la autodestrucción. Vivimos de falacias que halagan nuestro ego, pero la realidad se impone y adquieren sentido estos versos: La calavera de un burro / miraba el doctor Pandolfo / y enternecido, exclamaba: / “¡Válgame Dios, lo que somos!”.