lunes, 30 de agosto de 2010

Los errores se pagan

Desde que los latinos acuñaron el adagio “errare humanum est”, se admite que es propio de los humanos equivocarse. Quien más quien menos, todos cometemos errores , y por ello se acepta que rectificar es de sabios. Ocurre, sin embargo que, pasado cierto plazo, la corrección es imposible o pierde toda virtualidad. A este género pertenecen la adicción permanente al dinero o el apego excesivo al poder.
Me resulta incomprensible, y más aun a medida que acumulo cumpleaños, la actitud ante la vida de quienes, habiendo recorrido ya gran parte de su peregrinación terrenal, sufren invencible apego a la riqueza o al mando que, si nunca son defendibles, pierden todo sentido cuando se ha alcanzado una edad en que la vejez asoma su sombra y la cita con la muerte aparece en el horizonte tan insoslayable como próximo.
Es sorprendente y triste a la vez que personas de gran notoriedad, en el umbral de la jubilación muestren una avidez insaciable de dinero sin importarles conseguirlo al precio de claudicaciones y a cambio de despreciar, ofender, humillar, explotar y engañar a los demás. Lo mismo que en similar edad, se aferran a los cargos políticos o empresariales, cual si el mundo no pudiera prescindir de su dedicación. En no pocas ocasiones, ambas pasiones caminan juntas porque se autoalimentan.
Resulta patética la ceguera de quienes, en la pendiente de su declive vital se obsesionan con el afán de acumular riqueza y poder cual si tuvieran asegurada una larga vida por delante que disfrutar, cuando en realidad se acercan con paso acelerado a la fecha de su caducidad y la Parca les pisa los talones.
Cuando el plazo fatal está a punto de cumplirse quizás se den cuenta, demasiado tarde, del errado camino que han seguido y que ya no tiene vuelta atrás porque los errores se pagan, si bien ocurre a veces que unos cometen los yerros y otros pagan las consecuencias.
¿De qué les habrá servido a unos acumular una fortuna y a otros aferrarse en edad provecta a puestos de mando o de relumbrón? Los primeros habrán caído en la trampa de ser los más ricos del cementerio y tal vez dar pie a que sus herederos disputen entre sí por el reparto; y los segundos habrán creado resquemores y frustraciones a delfines en potencia que aspiraban a sucederles y acaso el odio de quienes sufrieron los efectos de sus decisiones, porque jamás el que manda podrá hacerlo a gusto de todos ni evitar lesionar planes y proyectos ajenos.
Ello no significa ciertamente, que merezca censura el deseo de mantenerse activos en todo momento, abrir la mente al futuro y sentir curiosidad por cuanto acontece a su alrededor, pero cuando, por razones de edad las facultades declinan, lo prudente, lo que identifica la sabiduría propia de la ancianidad es ceder el testigo, desprenderse de responsabilidades en favor de quienes puedan aportar nueva sabia y nuevas ideas acorde con los cambios que experimenta la sociedad, gozar así del merecido descanso y ofrecer su consejo sobre materias en las que su autoridad moral no se discute que a tanto equivale distinguir lo importante de lo que no lo es y advertir a tiempo que acertar en lo más no importa si se yerra en lo principal como nos advirtiera Calderón de la Barca.
Y si de dinero se trata, cuando a los hijos se les ha dado preparación adecuadas para transitar por camino propio, que es la mejor herencia que podemos dejar, es justo que ellos aporten su esfuerzo para abrirse paso en el mundo, puesto que, más pronto o más tarde tendrán que sacarse solos las castañas del fuego.
Lástima que, por lo general estas razones elementales sean comprendidas cuando ya no puedan dar frutos y los que nos sucedan no podrán beneficiarse de ellas porque la experiencia, como el talento, no se transmiten por herencia.

lunes, 23 de agosto de 2010

La búsqueda de la felicidad

La primera obligación del ser humano es ser feliz. La segunda debería ser hacer felices a los demás. Ambas son parte de un todo, de tal forma que las dos se complementan recíprocamente. A la vista del empeño que ponemos en ser felices y del escaso éxito que conseguimos, uno no puede por menos de preguntarse qué es lo que hacemos mal para fracasar una y otra vez en el intento. ¿Equivocamos los medios que ponemos a contribución? ¿Seguimos un camino errado para alcanzar la meta? Lo cierto es que la felicidad se presenta como un bien esquivo, tanto que desaparece tan pronto como creemos tenerlo al alcance de la mano.
Quizás la solución del problema esté en saber lo que en realidad perseguimos. Si preguntásemos qué es la felicidad recibiríamos respuestas muy diversas y la mayoría de los opinantes no sabría como definirla. De ahí que las recetas al uso sean muy variadas y todas parciales. Para Freud consistía en amar y trabajar. A juicio de Camilo José Cela, todo se reduce a vivir tranquilo, sin culpas ni remordimientos. Ello no obsta para que cada quien tenga su concepto de ella y busque darle caza a su manera.
La noción más aceptada es que se trata de una especie de éxtasis de poca duración en el que uno deja de vivir en el pasado y en el futuro, ajeno a recuerdos y proyectos y casi sin sentir la realidad ni el paso del tiempo. Son momentos mágicos que hay que vivir intensamente y recordarlos después, que es como vivirlos de nuevo. En ellos se supone que el dichoso goza de buena salud, dispone de lo que desea y ha descubierto que la vida tiene sentido; por lo demás es absurdo que alguien diga que es feliz; todo lo más podrá decir que aquí y ahora respira satisfacción sin explicarse el porqué, una sensación que no sabe como retener.
Si bien la felicidad es un sentimiento personal, no puede realizarse si no es en un contexto social favorable, presidido por la justicia, la seguridad, y la libertad. Por tanto, si estas condiciones no se dieran, la satisfacción sería incompleta y manifestarlo parecería un acto de puro egoísmo. Es muy difícil por no decir imposible sentirse feliz en un mundo tan lleno de injusticia, dolor y miseria.
Ocurre que la felicidad es un manjar tan exquisito que pugnan por devorarlo un sinfín de predadores que llevan los nombres de odio, envidia, resentimiento, aburrimiento, dolor físico, tristeza, remordimientos, miseria, enfermedad, egoísmo, avaricia, temor, codicia, desamor, soledad, pesimismo, pérdida de autoestima y hasta la angustia que produce lo efímero de nuestra existencia.
Combatir a tantos enemigos da idea de cuan arduo es obtener la victoria, sobre todos. Conformémonos con eliminar en lo posible los factores negativos y mantener la esperanza de que la felicidad nos espera a la vuelta de la esquina aunque llegados allí se encuentre una nota que dice así: “Sigue buscándola”.

domingo, 15 de agosto de 2010

Cómo reducir la pobreza

No es defendible por razones prácticas la utópica igualdad en la posesión de bienes, que depende de muchos factores, pero sí la lacerante diferencia que existe entre los ricos Epulones y los Lázaros humildes, entre las clases opulentas y la de los desheredados.
Para que el objetivo sea alcanzable es preciso aumentar significativamente los ingresos de los más necesitados y la mejor forma de conseguirlo es ofrecer un puesto de trabajo a quienes lo buscan estando en edad laboral (de 16 a 64 años). Esto equivale a lograr el pleno empleo, algo difícil de conseguir en nuestro sistema socioeconómico en tiempos normales y mucho más en épocas de crisis, pero aun en esta situación es exigible que la política económica suavice en lo posible el impacto del paro en las economías familiares más vulnerables.
Independientemente de la magnitud del desempleo, los gobiernos tienen la obligación de implementar políticas que favorezcan a los trabajadores más perjudicados y promover la creación de puestos de trabajo y la inserción social. Solamente así, con la suficiente dosis de solidaridad se puede propiciar la movilidad social, de forma que los peor dotados puedan ascender en la escala social, como es propio de una sociedad abierta y cohesionada.
En este contexto es justo y equitativo que el Estado garantice una auténtica igualdad de oportunidades y facilite la libre elección de los ciudadanos a escoger las vías que prefieran para labrar su futuro con arreglo a sus deseos y aptitudes.
Ello implica profundizar en políticas de protección social que incluyen la expansión y mejora de la enseñanza pública y la formación profesional, incrementar la concesión de becas de cuantía suficiente, elevar el nivel de la sanidad pública y la justicia, así como mejorar el subsidio de paro de forma que nadie quede totalmente desamparado frente a la adversidad.
Es preciso renunciar a las políticas neoliberales que aumentan las desigualdades, y polarizan las clases sociales. Sus defensores objetan que la protección social representa un obstáculo para el crecimiento económico, a pesar de que la evidencia empírica niega validez a tales premisas. Los ataques contra el Estado del bienestar provienen de los sectores mejor instalados en la sociedad, tomando como pretexto la sacralización de las leyes del mercado a las que se atribuyen falsamente la capacidad de corregir sus propios excesos.
Obviamente, el cumplimiento de los objetivos expuestos presupone la disponibilidad de los recursos económicos a disposición del Tesoro público, los cuales provienen de la recaudación de impuestos.
Ello implica la necesidad de reformar el actual sistema tributario de forma que permita la financiación del gasto social. Esto a su vez exige que el sistema promueva la redistribución de la renta y cumpla los requisitos establecidos en la Constitución. Así, el artículo 31, determina que “todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá carácter confiscatorio”.
Que los españoles paguemos más impuestos con la debida progresividad no es mucho pedir si se repara en que la presión fiscal en 2007 en Dinamarca fue del 48,9% del PIB y en España fue el 37,2%. Claro que en México fue el 20,5%. Estos datos explican el nivel de vida de daneses y aztecas.
Muestra de la calculada ambigüedad con que fue redactada la Carta Magna es el empleo de términos ambiguos tan susceptibles de interesadas interpretaciones como difíciles de precisar en la práctica. Tal ocurre con los adjetivos “justo” y “confiscatorio”, a la vez que se pasa en silencio sobre la propiedad redistribuidora de los impuestos directos.
Hasta ahora, los requisitos de que se ha hecho mención distan mucho de cumplirse en la realidad, y la equidad brilla por su ausencia. A este respecto vale la pena traer a colación el informe de los técnicos del Ministerio de Hacienda (Gestha) hecho público el 11 de agosto, según el cual, los asalariados y pensionistas gallegos declararon en 2008 unos rendimientos netos de 16.573 euros (+5,5%) en tanto que los autónomos mostraron ante el Fisco 8.871 euros (-8,6%) pese a que la economía había crecido en dicho año el 3,4%, y no es presumible que los datos de la comunidad autónoma gallega difieran significativamente de los del resto del país. Si se tiene en cuenta que del segundo colectivo forman parte entre otros, los profesiones liberales (ingenieros, médicos, arquitectos, abogados, farmacéuticos, notarios y registradores) es fácil intuir donde se ubican las bolsas de fraude, que se cifran en 23.000 millones de euros, y donde las nóminas actúan de control estricto de los ingresos ante Hacienda.
Esta situación es bien conocida por la Administración sin que por ello arbitre fórmulas correctoras de la flagrante desigualdad de tratamiento fiscal. Como además, a la hora de subir los impuestos se apuesta por los indirectos que gravan el consumo, los más perjudicados son, proporcionalmente, quienes obtienen menos ingresos.