viernes, 18 de junio de 2010

Déficit y paro

Cuando se habla de las crisis económicas, su más dramático y visible exponente lo constituye la legión de trabajadores que pierden su empleo. A tal punto llega en España esta patología en estos momentos que el paro afecta a más del 20% de la población activa, lo que significa que dos de cada diez personas en condiciones de trabajar no lo pueden hacer y engrosan las listas del INEM. Esta situación supone en primer lugar un drama intolerable para millones de familias que se ven privadas de ingresos, y también un derroche de recursos humanos que quedan improductivos y ociosos.
Al coincidir en el tiempo la desocupación forzosa con el déficit presupuestario, es más difícil combatir ambos desequilibrios macroeconómicos a la vez, porque sus efectos se potencian recíprocamente. En efecto, a más paro, menos consumo, lo que repercute en la actividad económica, y cuanto mayores sean las prestaciones por el desempleo más se agravará el déficit. Nos movemos en un círculo vicioso.
Reducir el déficit y crear empleo semejan dos objetivos incompatibles, y sin embargo es un desafío que debe afrontar la política económica. Es preciso que la economía nacional sea más competitiva, de forma que exportemos más e importemos menos a fin de que podamos pagar lo que necesitamos con la venta de lo que producimos.
A mi juicio, después de cubrir las aportaciones del subsidio de desempleo, que es prioritario, es preciso atacar el déficit porque así se reducirá la transferencia de renta del sector público al privado integrado en gran parte por inversores particulares e institucionales extranjeros. Para ello, el Gobierno tiene dos vías a seguir, no exclusivas sino complementarias: incrementar los ingresos públicos y recortar los gastos improductivos. En el primer caso puede elevar los impuestos, y para que la carga impositiva sea equitativa incidirá en las rentas más altas que además no repercutirán negativamente en el consumo. Otras medidas con el mismo objeto serían intensificar la lucha contra el fraude y la economía sumergida, gravar más los artículos de lujo, restablecer los impuestos de Patrimonio y Sucesiones eliminados indebidamente y aumentar el impuesto sobre las SICAV, actualmente favorecidas por un gravamen irrisorio.
En el capítulo de gastos improductivos la panoplia de medidas es muy amplia y sin ánimo exhaustivo citaré las siguientes: supresión de subvenciones injustificadas, disminución de la publicidad institucional, austeridad en el uso de vehículos oficiales, supresión de asesores sin justificación (para algo están los funcionarios técnicos), drástica reducción de organismos autónomos innecesarios, reducción de horarios de las televisiones públicas, restricción de viajes oficiales, racionalización de los sueldos con arreglo a criterios objetivos homogéneos y supresión de la facultad de algunos organismos para establecer sus propias retribuciones, v. gr. TVE y Banco de España
Dichas reformas, junto con la abolición del cheque bebé y del regalo de 400 euros a contribuyentes del IRPF cuya razón de ser nadie entendió en su día, deberían ser suficientes para reconducir el déficit a las cifras previstas, en cuyo caso no habría sido necesario recurrir a las medidas a todas luces injustas, inequitativas y regresivas como la rebaja de sueldos de los funcionarios públicos, la congelación de las pensiones, las aportaciones a las personas dependientes, la ayuda a los países en desarrollo y el tijeretazo a las inversiones que ponen en peligro el crecimiento y los puestos de trabajo, acordadas por el Ejecutivo.
Como suele argüirse que las crisis ofrecen oportunidades para corregir fallos y disfunciones, si de verdad el Gobierno desea aprovecharlas, sería bueno que comenzase
a pensar en introducir una serie de reformas encaminadas a eliminar obstáculos al progreso y modernizar el país que, por mi parte, cometeré la osadía de señalar algunas en otra ocasión.

martes, 8 de junio de 2010

Productividad y empleo

Cuenta la mitología griega que el titán Prometeo robó el fuego a los dioses olímpicos para entregárselo a los hombres y que por ello, Zeus, enojado, condenó a los humanos a ser mortales y encadenó a Prometeo a una roca en el Cáucaso donde un buitre le devoraba el hígado cada día, que le crecía durante la noche, hasta que Hércules le libró del tormento por orden del mismo Zeus, arrepentido de su crueldad.
Puede interpretarse el mito como la paráfrasis del destino de los humanos condenados a que todo adelanto o mejora tenga su lado negativo, de forma que nunca pueda considerarse exento de peligros. Así vemos, por ejemplo, como los medicamentos tienen contraindicaciones o efectos secundarios, o la rapidez con que podemos desplazarnos gracias al automóvil lo pagamos con el doloroso tributo de los accidentes de tráfico.
Algo similar ocurre en el mundo laboral. Desde siempre, el ser humano se ha esforzado por aliviar la penosidad del trabajo desviándolo hacia los animales primero e inventando máquinas que realizasen las tareas más repetitivas e ingratas.
Con el tiempo, las máquinas no solo cumplen este cometido sino que suplen a los trabajadores, con lo cual, con menos obreros se produce igual o mayor cantidad de bienes y servicios. Alguien ha dicho que en el futuro los aviones irán tripulados por un piloto y un perro: el piloto para observar los aparatos y el perro para morderle si los toca.
Si a la sustitución de personas por máquinas unimos la introducción de mejores métodos organizativos, la automatización y el empleo de robots, se comprenderá fácilmente que el drama del desempleo tiene difícil arreglo. El ajuste entre la oferta y la demanda de trabajo se realiza al precio de envilecer los salarios y las condiciones laborales, y aun así se formará un ejército de reserva sin ocupación retribuida.
La tendencia es general y sus efectos, demoledores. No hace mucho, el economista estadounidense Jeremy Rifkin citaba en un artículo periodístico un estudio de Alliance Capital Management, según el cual, en los siete años transcurridos entre 1997 y 2004 se perdieron 31 millones de puestos de trabajo en fábricas de las veinte economías más fuertes del mundo sin que por ello dejase de crecer el PIB. El fenómeno agrava el ritmo de destrucción de empleo cuando coincide con la crisis económica como la que ahora padecemos.
Hasta ahora la doctrina económica más solvente sostenía que las innovaciones tecnológicas provocaban un descenso de los precios, lo que a su vez se traducía en un aumento de la demanda y esta impulsaba la producción y el empleo. La realidad, sin embargo se encarga de desmontar la teoría y de ello dan fe, entre otros ejemplos, la dificultad de crear empleo a pesar del crecimiento de la producción.
Para apreciar la magnitud del proceso basta observar los drásticos recortes de plantilla que han llevado a cabo empresas industriales y de servicios como RENFE y Telefónica, por citar dos casos paradigmáticos.
Al dividir el valor de la producción por el trabajo empleado tenemos la productividad cuyo aumento es el afán de los empresarios y un signo considerado de desarrollo y pieza clave para competir en una economía globalizada, y la mayor productividad suele ir unida a más paro por el empleo de una mayor intensidad en el uso de capital. Es la cara y la cruz del progreso, el lado oscuro del avance tecnológico. Resulta sorprendente que en el caso de España convivan un bajo nivel de productividad y una elevada tasa de paro. Extraña paradoja, difícil de explicar. Compatibilizar progreso económico y pleno empleo es un problema para el cual el sistema capitalista no tiene respuesta.